Donde termina la impunidad, comienza la paz

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Benjamín Cuéllar
12/12/2011

El miércoles 7 de diciembre, nuestra universidad se vistió de gala. No era para menos; recibiría a un nutrido grupo de integrantes del Comité de Víctimas de Arcatao que, con su presencia, le darían el mayor brillo posible a la actividad que se realizaría esa mañana. Así, ante un centenar de personas que asistieron a la actividad —de las cuales cincuenta y cuatro salieron de Chalatenango hacia San Salvador en horas de la madrugada—, se procedió a presentar la sentencia emitida por el Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa en El Salvador. Esta iniciativa de las víctimas (no de los poderes) sesionó por tercera vez consecutiva en aquel municipio del norte del país, del 21 al 23 de marzo del año en curso; sus dos ediciones anteriores tuvieron lugar en la UCA y en Suchitoto, en 2009 y 2010, respectivamente.

Además de explicar en qué consiste el Tribunal, en el evento se informó sobre los casos que en su tercera sesión se abordaron. Veamos. Una masacre en la que tropas gubernamentales y grupos paramilitares ejecutaron a tres niñas y un niño, cuyas edades oscilaban entre los dos y los doce años, y a un hombre de veintiocho. Además, lesionaron a una bebé de dieciocho meses de vida, a tres niños y una niña de entre los cuatro y los doce años de edad, y a cinco mujeres y tres hombres.

Otros asesinatos colectivos ocurrieron en un mismo caserío, pero con un mes de por medio. Sumadas las muertes en ambos hechos, son catorce las víctimas: dos hombres y doce mujeres, dos de ellas embarazadas (a una le sacaron el feto del vientre). Esta barbarie ocurrió en el departamento de Chalatenango. A los anteriores casos deben sumarse los de cuatro presos políticos torturados y los de tres mujeres y un hombre que desaparecieron de manera forzada. Finalmente, el Tribunal conoció siete ejecuciones sumarias individuales (un adulto mayor y seis mujeres), realizadas en el marco de operativos de la Fuerza Armada.

Todo lo que se escuchó en la presentación de la sentencia de este Tribunal pasó acá en nuestro país. Cuarenta y ocho víctimas en total; entre ellas, nueve infantes y veintiséis mujeres. Eso, aunque lo nieguen o lo intenten ocultar sus autores y sus cómplices, es cierto. Lo que no es verdad, lo que no es real ni concreto en El Salvador, es la justicia. Las víctimas de Arcatao se han visto obligadas a vivir junto a sus victimarios directos que, impunes por casi veinte años, permanecen tranquilos en sus localidades. Autores directos que, quizás, no habrían hecho lo que hicieron sin las órdenes directas de quienes no solo siguen sin ser castigados, sino que han sido protegidos por el Estado.

Esas terribles prácticas de muerte y terror, de llanto y dolor, quedaron establecidas desde entonces como las formas más "adecuadas" y "fáciles" para resolver los conflictos en este país. No se legitimaron ni el diálogo ni la negociación, porque tras el fin de la guerra por esa vía los criminales se amnistiaron y el mensaje que mandaron fue claro: lo que hicimos se puede seguir haciendo. Por eso ahora, en la víspera del veinte aniversario del fin de la guerra, el país sigue en pie de guerra. Después de tantos años, sus mayorías populares no disfrutan esa paz que tanto les han prometido y tanto ansían. Como nadie castigó a los responsables de las graves violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario, y de los delitos contra la humanidad, en El Salvador se siguen cometiendo los mismos crímenes: masacres, desapariciones forzadas, ejecuciones sumarias y torturas.

Eso continúa pasando no por razones políticas, sino por las políticas sin razón de un Estado que no ha sido capaz —en todos sus órganos y en muchos niveles— de garantizar la seguridad ciudadana, por haber admitido la impunidad para conveniencia de minorías privilegiadas. Fruto de esas incapacidades de unos y otros, en esta posguerra popular prolongada han muerto violentamente casi cien mil personas; la mayoría, con armas de fuego.

En ese escenario, el Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa en El Salvador tiene dos grandes razones de ser. La primera, reivindicar los derechos a la verdad, la justicia y la reparación para las víctimas de antes y durante la guerra. Ello es obvio. La segunda, por todo lo que está ocurriendo en una paz que no es tal, es la necesidad de que la gente entienda que la "renta" y los homicidios que a diario la abaten no son casuales; esos hechos son, en buena medida, resultado de la impunidad imperante. Y es que donde termina la impunidad, comienza la paz.

Pero no todo es negativo. Empiezan a asomarse unas luces esperanzadoras que anuncian el verdadero cambio, que no es el de la politiquería barata e inmoral. Porque los que antes le metieron miedo a las mayorías populares en las ciudades y el campo, obligándolas a esconderse para salvarse de sus garras, hoy le tienen pánico a la justicia exigida por sus víctimas y ya corren a esconderse tras muros cuartelarios.

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