Recién nombrado candidato presidencial de Arena, no tardó Norman Quijano en dar declaraciones públicas. Y habló primero de educación cometiendo un craso error. No por hablar de educación, sino por hacerlo sin entender del tema. Sus críticas a los subsidios, incluido el uniforme escolar, fueron tan absurdas que muy pronto se desdijo en una entrevista posterior. De todas maneras, es lamentable que un candidato a la presidencia hable con tanta superficialidad e ignorancia sobre la educación de nuestros jóvenes. Todos los países que quieren cimentar seriamente el desarrollo apoyan la alimentación en la escuela, así como diferentes modos de subsidio. Valga como ejemplo lo que dice un respetado técnico en educación uruguayo: "La alimentación y la educación son derechos vitales del niño y pilares para crecer en armonía. En ese sentido, los programas de educación y alimentación desde la escuela constituyen una base sólida en la promoción del desarrollo humano". La donación de uniformes, en nuestro caso, refuerza tanto la economía familiar como la retención en la escuela de los alumnos y está inscrita dentro de un mismo afán por garantizar los derechos educativos del niño, especialmente del que padece las condiciones de pobreza injusta.
Pero incluso en la entrevista en que se disculpaba por sus primeras aseveraciones, Quijano repitió otro de los graves errores que han mantenido a nuestro país en el subdesarrollo, la desigualdad y la violencia. Para salir del atolladero de no entender de temas educativos, pasó el candidato a lanzar una afirmación económica: "Lo importante es hacer crecer la economía". Aunque es importante que la economía crezca, lo más importante en El Salvador es hacer crecer la justicia social. La economía no crece porque no hemos sabido invertir en nuestra gente de un modo adecuado. No hemos aumentado el nivel educativo de nuestros estudiantes en proporción a las necesidades del mundo en que vivimos. La inversión en educación es muy inferior a lo que se debiera y necesitan los salvadoreños, lo mismo que la inversión en salud, vivienda o preparación laboral. El apoyo a Insaforp, por citar un solo ejemplo, ha sido totalmente insuficiente para los desafíos que el desarrollo nos presenta. El Salvador, en los casi 25 años previos a 1978, tuvo un crecimiento promedio del cinco por ciento anual. La economía creció, pero la justicia social no. Y terminamos ese cuarto de siglo con una guerra civil. ¿Queremos crecimiento económico? Claro que sí. Pero sin más justicia social e inversión en la gente el crecimiento económico solo se logra a base de explotar mano de obra barata.
Con frecuencia, algunos analistas llaman a la década de los ochenta, la que coincide con nuestra guerra civil, "la década perdida". En realidad deberíamos hablar del cuarto de siglo perdido anteriormente, en el que el crecimiento económico creó tales niveles de injusticia y desigualdad, acompañados finalmente de represión, que propició una guerra civil. Por supuesto que los salvadoreños queremos crecimiento económico, pero no para que se quede en pocas manos. Queremos primero justicia social. Decir que no podemos desarrollarnos más si no tenemos más dinero puede ser una falacia. Porque si no compartimos más la riqueza invirtiendo en las condiciones básicas para el desarrollo, educación, salud, vivienda, crédito, el desarrollo nunca será el adecuado para las expectativas de toda la población.
Por supuesto que queremos más calidad en educación y que los niños tengan acceso a computadoras. Pero no a base de suprimir el alimento que necesitan niños con frecuencia mal nutridos por la pobreza imperante. El uniforme, por su parte, significa un ahorro sustantivo para las familias. La calidad es el plus en el que se debe invertir, con independencia del nivel de crecimiento económico, para que después, con seguridad, este vaya acompañado de un auténtico desarrollo social. La educación debería ser uno de los temas básicos de esta campaña, y ojalá los partidos mayoritarios se aproximaran creando un verdadero acuerdo nacional de promoción sistemática de la educación que implicara reformas e inversiones audaces en nuestros niños y jóvenes. Un acuerdo, por ejemplo, que estableciera pasar del raquítico 3.2% del producto interno bruto que en la actualidad se invierte en educación a un 5% en el próximo quinquenio. Y a un 6% o 7% en el siguiente. Los dos partidos con posibilidad de victoria deberían ser responsables con la población. Y, en vez de lanzar discursos demagógicos, llegar a un acuerdo de apoyar, gane quien gane, la educación de nuestros niños y la consecución de recursos para la inversión adecuada en ellos.
En ese sentido, es importante que el gabinete educativo de los partidos en liza se conforme con bastante anterioridad al día de la elección. Y que entre los acompañantes de los candidatos brillen más los expertos en educación que los políticos de profesión. Cuando se escucha que Julio Gamero será el jefe de campaña de Quijano, no deja de sentirse cierto escalofrío. La preocupación por la educación de quien tenía cinco guardaespaldas y ponía a varios de ellos a trabajar en su hacienda no promete más que favoritismos y aprovechamiento del erario nacional. La educación corre el peligro de convertirse en objeto de demagogia mientras dure y permanezca ese turbio aprovechamiento de los recursos del Estado, que ha sido general en tantos políticos de todos los colores, e incluso en magistrados de la Corte Suprema de Justicia, tan sentidos y dolidos los pobrecitos cuando Belarmino Jaime les redujo el número de vehículos estatales a su disposición y les quitó 300 de los 600 dólares mensuales que recibían en concepto de gasolina. Si la política no cambia en esos aspectos, ni la educación ni el desarrollo tendrán cabida en nuestra tierra.