El cardenal Achille Silvestrini, recientemente fallecido, es una muestra del buen hacer eclesial, de una “política” de bien común universal de amplia tradición en la Iglesia. Durante sus muchos años en el servicio diplomático vaticano, empleó sus habilidades en trabajar y hacer disminuir las tensiones entre las dos grandes potencias de la segunda mitad del siglo XX. Con respecto a nuestro país, jugó un importante papel en tiempos difíciles tanto para la Iglesia como para los salvadoreños. El cardenal apoyó la gestión de monseñor Rivera desde que fue nombrado primero administrador apostólico de la arquidiócesis de San Salvador, y posteriormente arzobispo titular. Pero en 1989 la Iglesia salvadoreña tuvo una fuerte crisis, que venía presagiándose a lo largo de la guerra civil. Un grupo de obispos no veían bien la posición del arzobispo Rivera en defensa de los derechos humanos, que interpretaban como una opción política, más que evangélica.
Al ser asesinados los jesuitas, Elba y Celina en 1989, algunos obispos y el entonces secretario de la conferencia episcopal acusaron a la guerrilla de haberlos matado, coincidiendo en ello con diversos sectores del Gobierno y, por supuesto, con los militares y su alto mando. Monseñor Rivera, en cambio, al igual que la Compañía de Jesús, insistía en que todos los datos apuntaban a que el Ejército era el hechor del crimen y que había que buscar a los asesinos dentro del seno de la Fuerza Armada. Los obispos que acusaban a la guerrilla viajaron a Roma y repartieron en una gran cantidad de oficinas vaticanas un texto en el que claramente atacaban a los jesuitas y a monseñor Rivera como mentirosos y como enemigos de la verdad. Poco antes, el entonces fiscal general, de apellido Colorado, escribió una carta pública al papa pidiendo que sacara del país a monseñor Rivera y a su obispo auxiliar, el hoy Cardenal Gregorio Rosa. Todo sonaba a conspiración contra Rivera.
Algunos cardenales, como Roger Etchegaray y Achille Silvestrini, avisaron inmediatamente a Mons. Rivera del juego sucio de sus hermanos. Le insistieron en que viajara a Roma, le consiguieron una entrevista con Juan Pablo II y concelebraron con él la eucaristía en la Basílica de Santa María, en Trastevere. Allí, el cardenal Silvestrini dijo con claridad, hablando de los jesuitas: “Hay que llamarlos mártires ya. No podemos esperar 50 años”. Y posteriormente insistió en que eran mártires de la doctrina social de la Iglesia. Monseñor Rivera regresó a El Salvador respaldado por el papa y continuó apoyando con fortaleza cristiana los derechos humanos, la paz con justicia y la reconciliación de El Salvador.
En estos días, el papa Francisco ha nombrado nuevos cardenales, y en esa tarea buscó especialmente a personas del mismo estilo de monseñor Rivera: cercanos a los pobres y constructores de paz edificada sobre la verdad y la justicia. Ya hace dos años nombró cardenal a monseñor Gregorio Rosa. Hoy ha elegido para el cardenalato a monseñor Álvaro Ramazzini, obispo de Huehuetenango, defensor de migrantes, amenazado por mafias de coyotes y narcos cuando era obispo de San Marcos, cercano a los empobrecidos de nuestras tierras, pastor con olor a oveja y hombre sabio e inteligente. Más allá de los aciertos o desaciertos que pueda tener la Iglesia, los ejemplos mencionados nos hablan de la necesidad de impulsar liderazgos sociales, intelectuales y políticos que caminen con decisión en defensa de los pobres. “La verdad está desnuda”, decían los antiguos santos y pensadores de la Iglesia. Hoy la verdad de nuestra humanidad solo podemos encontrarla en cubrir la desnudez de quienes están marginados, abandonados o despreciados en las sociedades en las que vivimos.
* José María Tojeira, director del Idhuca.