Algunos de nuestros analistas suelen ahora poner a Honduras como ejemplo de crecimiento económico. En efecto, crece más aprisa que nosotros. Pero el crecimiento económico no le augura nada bueno a la república hermana mientras no invierta más en el desarrollo de su gente, no tenga estabilidad social y no mejore sustancialmente su institucionalidad. La realidad que está viviendo en estos momentos, con elementos que hacen pensar con claridad en un fraude electoral, muestra las debilidades de un país que ha sabido disimular sus carencias con demagogia, engañado a su propio pueblo. Después de defender sistemáticamente durante bastantes años la no reelección de los presidentes, precisamente para tratar de evitar la corrupción y el autoritarismo, ahora se afirma que la Constitución hondureña no dice lo que dice, sino lo contrario.
Sin guerras civiles tan escandalosas como las de sus tres vecinos, al menos en las últimas décadas, Honduras pasó inadvertida hasta el último golpe de Estado, dado a Mel Zelaya. Desde entonces, las cosas no han caminado. Corredor de droga, los crímenes cometidos por los carteles han consternado a la ciudadanía. De ellos no se han librado militares de alta graduación ni representantes del poder económico. Dispuestos a repetir los vicios del pasado, no faltan los políticos que tratan de vender tierra hondureña y darle el control absoluto de la misma a intereses extranjeros. La experiencia de la United Fruit Company quieren algunos, en cuenta el presidente actual, Juan Orlando Hernández, repetirla, otorgando ciudades e islas en una especie de usufructo económico y social a empresas. Honduras es un país rico en recursos, pero que siempre ha procurado, a través de su liderazgo, que se los lleven otros con tal de que dejen sustanciosas propinas para los políticos.
La crisis actual solo puede resolverse si se da un recuento de los votos y una auditoría electoral realizada por personas ajenas a la institucionalidad vigente y apoyadas por Naciones Unidas. Insistir en el triunfo de Hernández no hará más que dividir al país, generar un mayor crecimiento de la corrupción y de la violencia, y mantener en debilidad a las instituciones. Ya desde hace tiempo la población hondureña, preocupada por la corrupción, venía exigiendo un tribunal, como el de Guatemala, mediado y apoyado por la ONU. Con esa capacidad de convertir los deseos del pueblo en apariencia, el Gobierno rechazó la mediación de Naciones Unidas y se decantó por una figura más suave mediada por la OEA. El apaño que tratarán de hacer hoy será, sin duda, atraer a los observadores electorales para que hablen en favor de la limpieza de las elecciones, desarrolladas en un ambiente en general pacífico y ordenado. Pero la trampa no fue hecha en el momento de votar, sino a través de ese recuento en el que la diferencia entre Salvador Nasralla y Juan Orlando Hernández se difuminó después de un apagón del sistema informático de recuento.
Honduras está en ese triángulo norte de Centroamérica caracterizado por la violencia y la corrupción. Es parte de la gran nación centroamericana, hoy desmembrada en cinco pequeños países con economías diminutas y con graves dificultades para competir en un mundo globalizado. Una región que trabajando en conjunta, unida, tendría más posibilidades de superar la violencia y la pobreza ve amenazado cualquier intento unionista si la democracia no funciona ni siquiera en el campo básico de las elecciones. Buscar la unión centroamericana es responsabilidad de todos. Y por lo mismo, es responsabilidad de todos los centroamericanos exigir en nuestra patria grande limpieza electoral, democracia sin corrupción ni autoritarismo, lucha decidida contra la pobreza. La situación hondureña debe impactarnos a todos, al tiempo que nos llama a exigir limpieza, claridad y respeto a esa transparencia que es básica en toda democracia. Un recuento transparente e independiente de la votación es indispensable.