Uno de los principios básicos de un buen administrador-líder es no sobrecargar a las estructuras que están bajo su dirección. Así como se aplica a las empresas, el principio también se aplica a los presidentes, que dirigen al aparato estatal (una superestructura) y a toda la sociedad en su conjunto. Independiente de la ideología que se defienda —capitalismo y/o socialismo—, el principio siempre se aplica. Para todos es claro que el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha sometido a la población de su país a una cantidad enorme de elecciones relativamente en un corto plazo. Esto ha originado un estrés político en la población que profundiza la polarización y el desequilibrio de la vida cotidiana normal. Situación similar ha ocurrido en Bolivia.
En ambos casos, podrá existir por parte de los presidentes el interés genuino de mejorar las condiciones socioeconómicas de sus pueblos; sin embargo, el método ha sido inadecuado y ha afectado la salud de las instituciones y de la población. Violar el principio básico de no sobrecargar a las estructuras conduce al colapso, como ocurre cuando una persona excede su capacidad de trabajo.
No es prudente someter a la población a cambios excesivos en corto plazo con el fin de corregir problemas acumulados por más de 50 años. Esto aplica al caso salvadoreño: sería ilógico tratar de resolver la desigualdad de la pobreza y la exclusión en cinco años de Gobierno del FMLN. Si se tratara de realizar esto, se tendría que pasar por sobrecargar las estructuras (instituciones públicas y privadas, partidos políticos, sociedad civil organizada, medios de comunicación, empresarios, trabajadores, etc.), y al final caeríamos en el estrés político que derivaría en el colapso.
Algo de esto ha pasado en Honduras. Antes que todo, debo establecer que estoy en desacuerdo con el golpe de Estado y creo que el presidente Zelaya debe regresar a su cargo lo antes posible. Sin embargo, este es un ejemplo sencillo de sobrecarga de estructuras: poner a la población a definir grandes temas en un paquete eleccionario sembró el estrés político que terminó rompiendo la pita por la vía más fácil, pero a su vez la más dolorosa: el golpe de Estado. Sin duda, una tragedia para la nación hermana y un retroceso para los pocos avances democráticos que se habían construido a la fecha en ese país y en la región centroamericana.
La izquierda salvadoreña tiene ahora la oportunidad de hacer un buen gobierno, y todos tenemos la esperanza de que las condiciones socioeconómicas mejorarán principalmente para los más pobres. Hasta ahora, el plan global anticrisis y el nombramiento del gabinete económico crea esperanza de que las cosas se moverán en la dirección correcta. A solo un mes de estar en el poder el nuevo Gobierno, no podemos juzgar a priori lo que sucederá en el futuro, pero el caso de Honduras debe llevarnos a reflexionar que los pasos hay que darlos pequeños y en la dirección correcta, y sin cometer errores, como recalcó el presidente Funes en su discurso de toma de posesión. No hay que olvidar que nuestro país ideológicamente está más polarizado que Honduras, y que sobrecargarlo con cambios bruscos nos llevaría al caos. En este sentido, las señales del nuevo Gobierno han sido las de generar confianza en todos los sectores de la población.
Ojalá que la crisis política de Honduras se resuelva lo antes posible y que la región centroamericana transite por la paz y tranquilidad que siempre hemos soñado.