En el entusiasmo y la alegría por la designación de monseñor Gregorio Rosa como cardenal de la Iglesia católica, se han colado algunas voces falsas. La distinción honorífica es una reivindicación de lo mejor de la Iglesia salvadoreña. Es un reconocimiento explícito del ministerio episcopal de monseñor Romero y monseñor Rivera, del ministerio sacerdotal del clero de la arquidiócesis y del compromiso de una multitud de laicos, que dieron la vida por su fe. Simultáneamente, es una desautorización explícita de aquellos obispos y clérigos, militares y políticos, Gobiernos y periodistas que los reprobaron, calumniaron, persiguieron e incluso asesinaron a muchos de ellos. Todo en nombre de Dios y de la tradición católica. Ahora, deslumbrados por el aura de la púrpura eclesiástica, y quizás por cierto arranque de fervor nacionalista, algunos de estos se han sumado a las expresiones de alegría y sin la más mínima vergüenza han exaltado la trayectoria del nuevo cardenal.
El mismo monseñor Rosa se ha encargado, con gran acierto, de poner las cosas en su sitio, sin dejar espacio para la confusión. En el centro de la distinción ha colocado a monseñor Romero y su significado para la Iglesia salvadoreña y para el país. Es consciente de que el cardenal debiera haber sido él. Pero como eso no pudo ser, porque sus enemigos lo impidieron, incluso intentaron la destitución, la reivindicación ha venido a través de su elevación al cardenalato. Asimismo, han sido reconocidos los esfuerzos de monseñor Rivera para poner fin a la guerra civil mediante una salida política, para defender los derechos humanos pisoteados por la dictadura militar y oligárquica, y para configurar la Iglesia arquidiocesana de acuerdo con las enseñanzas del Concilio Vaticano II, de Medellín y de Puebla.
Monseñor Rosa fue compañero destacado de los dos arzobispos. A los dos los acompañó en momentos decisivos de la Iglesia, estuvo a su lado cuando fueron atacados por la nunciatura, por los otros obispos, por la dictadura militar y la oligarquía y sus aliados. El compromiso de los tres obispos con el pueblo salvadoreño empobrecido y oprimido les acarreó el odio del poder oligárquico y militar, el cual se expresó a través de las empresas mediáticas, de pasquines y pronunciamientos, y en una persecución implacable de los cuerpos de seguridad. El precio pagado por su solidaridad con los dos arzobispos fue no ser nombrado arzobispo de San Salvador. Monseñor Rosa no fue arzobispo, en gran medida, por no ser del agrado de la oligarquía, de los militares, de los Gobiernos y de sus partidos oficiales. Tampoco lo fue de la nunciatura y de algunos movimientos católicos laicales.
La opción de la Iglesia arquidiocesana por los pobres y su liberación de toda clase de opresión provocó la cólera de la oligarquía, tal como lo acaba de reconocer uno de los connotados líderes de la Arena de entonces. Monseñor Romero, monseñor Rivera, monseñor Rosa y Rutilio Grande y todo lo que representaban eran sus enemigos. El orden oligárquico, sostenido por los militares, esperaba que contribuyeran a mantener al pueblo callado, pasivo y resignado con su suerte. Los sufrimientos de esta vida serían recompensados grandemente en la otra. Pero ninguno de ellos aceptó desempeñar ese papel, porque el Evangelio no tolera la opresión. Ninguno confundió fe y política, pero todos fueron conscientes de que la predicación del reino de Dios en una situación tan injusta como la del país tenía implicaciones políticas. Ninguno se asustó de ellas. Al contrario, se mantuvieron fieles al pueblo salvadoreño y a Jesús hasta entregar su vida.
Los mismos que antaño rechazaron que la Iglesia tuviera una palabra que decir sobre la injusticia predominante, ahora, a raíz del cardenalato de monseñor Rosa, reproducen en grande las intervenciones del papa Francisco, donde corrobora esa opción de la Iglesia salvadoreña. No parece que se hayan convertido, porque su postura ante la injusticia no ha cambiado. Solo son oportunistas nacionalistas que, tal vez ofuscados por la púrpura, exaltan en monseñor Rosa lo que no hace mucho condenaban implacablemente.
La elevación al cardenalato es más que una reivindicación personal por los agravios recibidos por la fidelidad a la Iglesia de los pobres de monseñor Romero. La distinción ratifica que esa Iglesia y sus enseñanzas constituyen la verdadera Iglesia de Cristo. En este sentido, no es solo un reconocimiento orientado al pasado, sino que también implica un compromiso de cara al futuro inmediato. Si esa es la verdadera Iglesia de Cristo, la continuidad es un deber.
Cuántas veces estos obispos, y muchos clérigos, fueron descalificados desdeñosamente como obispos “rojos”. Irónicamente, la investidura del cardenalato en monseñor Rosa ha dado a El Salvador un obispo, en sentido estricto, “rojo”.