La decisión de cómo abordar los delitos imprescriptibles al terminar un conflicto armado o una dictadura plantea una artificiosa dicotomía entre dos valores inestimables: justicia y paz. Dicotomía que surge, por un lado, del desafío que representan los imperativos jurídicos internacionales de sanción a los perpetradores; y por otro, de los escenarios políticos y sus “limitaciones”, alegadas por sectores interesados que —al final de una etapa sangrienta— exigen sacrificar en todo o en parte el primero de esos valores. Sin embargo, para fijar linderos reales y sólidos en aras de evitar el menoscabo de las víctimas y sus derechos, se han determinado cuatro principios que no pueden ser evadidos si en serio se busca una transición exitosa.
Está la verdad que debe revelar lo ocurrido respetando el derecho de duelo de las familias de las víctimas, así como la necesidad colectiva de contar con una narrativa común sobre un pasado abusivo. Está la justicia que debe condenar, de alguna forma, a los responsables de las atrocidades. Está la reparación que debe ser integral, tanto material como simbólicamente. Y están las garantías de no repetición, que se asientan en el desmontaje o la reforma de cualquier estructura que permitió, por acción u omisión, la perpetración de graves violaciones masivas y sistemáticas de derechos humanos.
Solo si se hacen realidad estos cuatro preceptos de un proceso de transición, es posible hablar de una auténtica refundación de la sociedad en la que el perdón y la reconciliación pueden materializarse. Esto debido a que una colectividad humana que inicia su transformación política profunda después de una guerra civil, dictadura u otro tipo de gobierno autoritario debe enfrentar un complejo legado de atrocidades y decidir qué hacer con los responsables. De ahí que ese tránsito no sea fácil. Es ineludible la tensión y hasta el desacuerdo. Pero hay que hacerlo y hacerlo bien si no se quiere hipotecar la viabilidad del proceso.
Es en base a lo anterior que debe evaluarse a El Salvador. El fin del conflicto armado debía ocurrir, porque era el primer paso en el camino de la paz. Sin embargo, esa ruta exigía otros tres: democratizar el país, respetar de forma irrestricta los derechos humanos y reunificar a la sociedad. A eso se comprometieron las partes firmantes del Acuerdo de Ginebra, el 4 de abril de 1990. Lograr lo primero sin que se dieran de tiros los antiguos enemigos fue suficiente para elogiar la “paz” alcanzada. Pero, con el tiempo, el afamado proceso se devaluó y hoy sus críticos no son pocos ni tibios.
Ese cambio de opinión sobre una experiencia que presumía de exitosa no es gratuito. Entre sus causas está la falta de voluntad y de valentía políticas por parte del Estado para cumplir todo lo pactado hace cinco lustros. Debía acatar las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, además de respetar los fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Pero no. Evadió investigar, juzgar y sancionar a los autores de graves violaciones de derechos humanos, crímenes de guerra y delitos contra la humanidad; además, no impulsó la reparación integral para las víctimas. Prefirió la justicia transaccional, no la transicional. Ahí está la gran deuda pendiente de una agenda nacional para construir un país democrático, respetuoso de los derechos humanos y, si no “reconciliado”, al menos unido para enfrentar sus enormes retos.
Adrede se engavetó el compromiso asumido para vencer la impunidad, cuyo texto decía: “Se conoce la necesidad de esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad de oficiales de la Fuerza Armada, especialmente en casos donde esté comprometido el respeto a los derechos humanos. A tal fin, las partes remiten la consideración y resolución de este punto a la Comisión de la Verdad. Todo ello, sin perjuicio del principio, que las partes igualmente reconocen, de que hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores, deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia, a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”.
En lugar de buscar su superación con la osadía política requerida, decidieron apostarle a la consolidación y el fortalecimiento de la impunidad: los poderes aprobaron una “amnistía amplia, absoluta e incondicional” para favorecer criminales. Por eso, en 1994, la citada Comisión Interamericana consignó que esas “amplísimas dimensiones” de la ley de amnistía constituían “una violación de las obligaciones internacionales” asumidas por El Salvador. La Comisión criticó la figura de la “amnistía recíproca”, que no fue precedida por “un reconocimiento de responsabilidad”, así como su aplicación a crímenes contra la humanidad, junto a la eliminación de una posible y adecuada reparación patrimonial a las víctimas.
No asumir el desafío de “tocar lo intocable” para impulsar una verdadera transición fue un terrible error que se ha pagado y se sigue pagando con sangre. La transición no era solo de los combates armados al fin de la guerra; consistía, más bien, en dejar atrás las tinieblas de la impunidad para lograr el funcionamiento institucional correcto y hacer funcionar la justicia. Como no se dio, El Salvador está de rodillas ante la violencia que lo azota desde iniciada la posguerra. En esta pax guanaca de más de dos décadas, los asesinatos superan con holgura los cien mil. Eso sin contar las desapariciones forzadas, que aumentan al descender los anteriores.
Cuando más homicidios y feminicidios se registraron en este país pacificado, la tasa anual giró alrededor de las ciento treinta víctimas por cada cien mil habitantes. Solo en dos momentos bajaron drásticamente las muertes violentas, para rondar los cuarenta hechos fatales por cada cien mil habitantes. No es poco, pero de golpe disminuyó la mortandad no como producto de políticas estatales para garantizar la seguridad ciudadana, sino por oscuros arreglos entre el Gobierno de turno con estructuras del crimen organizado en función de intereses partidistas electorales. Es esa, además, otra herencia de las amnistías: favorecer a los victimarios y castigar a las víctimas.
Con todo lo anterior, se demuestra que los arreglos de arriba no impulsaron el país hacia la paz. El Salvador sigue en pie de guerra; de tres guerras: entre maras, contra las maras y de las maras contra la sociedad que sobrevive excluida del afamado “buen vivir”, dentro del cual la justicia y la seguridad deberían estar presentes. Por eso, hoy que todas y todos son Romero, vale la pena recordar estas palabras suyas: “Queremos ser la voz de los que no tienen voz para gritar contra tanto atropello contra los derechos humanos. Que se haga justicia. Que no se queden tantos crímenes manchando a la patria, al Ejército. Que se reconozca quiénes son los criminales y que se dé justa indemnización a las familias que quedan desamparadas”. Solo siguiendo a quien fue profeta —incluso de la justicia transicional— se retomará el rumbo hacia la paz que se perdió desde que terminó la guerra.