El sistema

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Con frecuencia oímos hablar de "el sistema". Nos encanta repetir que nuestro sistema de libertades es muy bueno. O hablar de que el sistema económico es o bien el mejor de los posibles o bien nefasto, según sean nuestros gustos políticos y sociales. A veces hablamos del sistema en general para culparlo de todas las desgracias sociales. La culpa de la pobreza, de la violencia, de la politiquería, de todo lo que no nos gusta, es del sistema. Sin embargo, cuando se nos pregunta de qué sistema hablamos, lo más que llegamos a decir, sea para bien o para mal, es que nos referimos al sistema capitalista. En un concepto o idea general, concretamos todos los males o todos los bienes que nos podemos imaginar. Y contraponemos al nefasto sistema nuestra idea del verdadero capitalismo, de la social-democracia, del Estado social y democrático de derecho, o del socialismo, según sean nuestras tendencias, como la única alternativa posible.

Este modo de pensar en blanco y negro, en polos opuestos, nos paraliza casi siempre y nos impide análisis más concretos. Y no nos deja iniciar el camino de cambio que derrote los efectos de una estructura socioeconómica que crea exclusión y pobreza. Porque en El Salvador no hay un sistema puro. Lo que hay es una inercia de diversos sistemas culturales, económicos y sociales que se han entremezclado y que ofrecen un resultado perverso para el país. Una inercia donde las complicidades se extienden mucho más allá de los intereses del capital. Al final, podemos decir que tenemos un país donde la tercera parte de la población que vive más o menos bien ha optado casi sin crítica por un tipo de Estado muy particular: el Estado de un país pobre que, ante la falta de imaginación social, se conforma con dar más al que tiene más y, con frecuencia, quitar más al que tiene menos.

En efecto, si hacemos un recorrido por aspectos clave de la vida social lo podemos comprobar. Al que vive en la ciudad el Estado le da una educación formal de mayor calidad que al que vive en el campo. El doble sistema público de salud tiene mejores servicios en la zona metropolitana, que por supuesto tiene niveles de vida superiores al resto del país. Cuanto más pobre es uno menos posibilidades tiene de conseguir una pensión de ancianidad. Sólo el que puede cotizar, y que por tanto tiene más, acaba recibiendo jubilación. El crédito público para vivienda sólo está disponible para aquellos que ganan al menos dos salarios mínimos; el que tiene menos no es sujeto de crédito. Algunos de los subsidios, como el del gas, favorecen especialmente a quienes tienen más. Pues los más pobres, que cocinan con leña, no reciben ningún apoyo; mientras que el subsidio se extiende incuso al 30% que vive suficientemente bien. Incluso el sistema tributario, esta vez al revés, pues se trata de quitar y no de dar, golpea proporcionalmente más al que tiene menos. El IVA, un impuesto regresivo, genera bastante más dinero al Estado que el impuesto sobre la renta, mucho más proporcional y equitativo.

En general, casi todos los servicios del Estado acaban favoreciendo a quien tiene más. Y los que estamos mejor nos aprovechamos de ello sin crítica ni conciencia solidaria. Incluso los sindicatos, que deberían tener más conciencia social, se adaptan fácilmente al sistema del Estado injusto. Y en vez de luchar en favor de un sistema único de salud que tenga calidad, o arriesgarse luchando contra la corrupción dentro del sistema judicial, prefieren reivindicar aumentos de salarios para el propio grupo, incluso con acciones que acaban perjudicando a los más pobres.

La realidad plagada de injusticias en la que vivimos se estanca, e incluso se fortalece, cuando los grupos o las personas se empecinan en cambiar el sistema en general, pero conviven tranquilos con este tipo de Estado paternalista con quien tiene más, y desentendido y olvidadizo con quien tiene menos. Es normal que en una economía de mercado el que tiene más pretenda recibir más por sus inversiones, riesgos o trabajos. Pero lo que es absurdo, y por supuesto injusto, es que el Estado funcione de la misma manera y apoye preferencialmente al que está mejor situado. Pretender que el sistema de libre mercado no pueda convivir con un Estado social es negar experiencias exitosas que se han dado en el mundo. Poner la esperanza de justicia en un tiempo en que se pueda cambiar el sistema de libre mercado es condenar a nuestros pueblos a la miseria de un presente sin cambios.

El camino realista de avances en la justicia social y el desarrollo pasa por cambiar el tipo de Estado que tenemos. El diseño de un Estado, adaptado a nuestra propia realidad, que universalice y mejore las redes de protección social es el mejor camino para comenzar a transformar el país. Mientras eso no se dé, y se dé bien, la desnutrición seguirá golpeando al 20% de nuestra población infantil y las madres de familias numerosas continuarán sin pensión ni reconocimiento, igual que el resto de los más pobres, dejados a su suerte. En ese sentido, si en algo debiéramos presionar al actual Gobierno, es precisamente en eso: en apresurarlo y exigirle que transforme la realidad del tipo de Estado en que vivimos. Algunas reformas, como la de salud, van en esa dirección. Pero los cambios en las políticas públicas tienen que ser más rápidos, duraderos en el tiempo y claramente orientados a servir mejor y ayudar más al que tiene menos en el país.

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