El espectáculo de las elecciones internas de Arena es vergonzoso para una sociedad que se considera democrática. En realidad, ha sido una campaña presidencial sumamente adelantada, violando el espíritu de unas leyes electorales que ponen plazos temporales específicos y prohíben el adelanto de este tipo de campaña. El derroche de dinero, la referencia a toda la población, el uso de la palabra “presidente” en vez de “candidato”, la pretensión de que nos sentiremos orgullosos de alguien que busca más el interés de la empresa privada que el de los trabajadores componen una sarta de abusos que riñen no solo con el espíritu democrático, sino con la decencia. De hecho, la presencia de dos miembros de familias multimillonarias, fuertemente vinculadas a los medios de comunicación a través de sus propagandas comerciales, está dando un espectáculo de derroche publicitario que presagia una campaña en la que el dinero será más protagonista que la verdad o el debate serio de los intereses del país. Da vergüenza ver con gran relieve y como noticia periodística las generalidades huecas de los dos alevines de millonario. Pero, claro, si se trata de las dos familias que más gastan en publicidad en periódicos no es raro que los editores de los mismos vean brillo de oro en cada frase de los dos candidatos, por vulgar que sea.
Las “noticias de verdad” han quedado sustituidas por no-noticias. Incapaces de enfrentarse a los problemas, estos candidatos se rodean de corifeos acríticos que preguntan lo que el entrevistado quiere oír y que ensalzan automáticamente las respuestas dadas, por superficiales que sean. Y después, cuando el Tribunal Supremo Electoral da al fin una sentencia decente, los sumos sacerdotes de la prensa comienzan a rasgarse las vestiduras diciendo que se está violando la libertad de expresión, cuando en realidad lo que están haciendo es contravenir las leyes del país y, ya de paso, aburrir con frases y consignas carentes de contenido a una buena parte de la población que no es de Arena ni votará en sus primarias. Si los millonarios tienen una alta cuota de responsabilidad en la situación injusta y violenta del país, no hay duda de que este estilo prepotente con el que están manejando sus campañas sedicentemente internas promete un futuro continuado de abuso y desprecio a los débiles.
Estos obtusos candidatos prometen generalidades, se apoderan de un lenguaje que no compromete y dejan de lado los problemas reales del país. Les molesta la subida del salario mínimo y amenazan a quienes desean un ingreso más alto con la alternativa de comer algo con pequeños salarios o no comer nada si la mano de obra les sale cara a los inversionistas. Al hablar de la violencia, continúan utilizando la palabra “represión”, que en El Salvador debería estar proscrita, dado lo que ha significado en sangre y crímenes de lesa humanidad. Aseguran que van a mejorar la educación, pero ni siquiera son capaces de prometer que el Estado llegará a invertir durante su período el 6% del PIB en este indispensable rubro para la paz social. Olvido que es todavía más grave en la medida en que ellos y los sectores que representan son los que tienen los recursos necesarios para una mayor y sistemática inversión en educación, y los que simultáneamente se han opuesto drásticamente a poner impuestos adecuados al gran capital.
Desde hace demasiados años, el país necesita reformas estructurales serias en el campo económico y social, así como en el terreno de la cultura, y acuerdos nacionales entre las diversas fuerzas políticas; acuerdos que garanticen el desarrollo de las capacidades de nuestra población y el respeto a los derechos que brotan de su dignidad. Ninguna propuesta concreta en estos dos campos indispensables de la política nacional aparecen en el discurso de estos candidatos, tan ricos en dinero y tan pobres en ideas. Y lo peor es que nos aseguran que nos sentiremos orgullosos de ellos, sin darse cuenta de que si no nos sentimos orgullosos de sus precampañas y de su lenguaje actual, difícilmente nos sentiremos así cuando el poder comience a corromperlos.
* José María Tojeira, director del Idhuca