En El Salvador se han realizado elecciones desde el siglo XIX y las reglas que las regularon fueron objeto de reformas de manera frecuente. No todas esas elecciones se caracterizaron por ser democráticas. Para ello tendrían que haberse realizado en condiciones que garantizaran, como mínimo, las libertades civiles y políticas: libertad de expresión y de asociación, ejercicio libre del sufragio (elegir y ser elegible), acceso a información pública, igualdad y secretividad del voto, etc. En fin, para ser democráticas las elecciones tendrían que haber sido libres, justas y competitivas.
Bajo estándares internacionales, solamente las elecciones realizadas entre 1994 y 2021 cumplirían esos estándares. Ahora bien, la realización de estas elecciones no significa necesariamente que el régimen político que las ha enmarcado tenga un carácter democrático. La democracia, como régimen, es más que elecciones. A este nivel, para hablar de democracia es necesario que quienes resultan electos para ocupar cargos públicos estén sometidos a un eficaz control institucional que impida, y les pueda sancionar si es el caso, que abusen de la autoridad de la que han sido investidos. La inexistencia, ineficacia o déficit de este control estaría permitiendo el ejercicio autoritario del poder político, con los consiguientes problemas de corrupción y poca o nula transparencia en la gestión.
La combinación de elementos democráticos para elegir gobernantes y un ejercicio autoritario del poder da como resultado un régimen político híbrido. No se trata de una democracia “defectuosa”, “de baja calidad”, “poco institucionalizada”, “incipiente”, etc. Todas estas son democracias con adjetivo, pero democracias al final de cuentas. El régimen híbrido es otra cosa. Está ubicado en ese espacio entre las democracias y los regímenes no democráticos. La reforma política de 1992 transformó finalmente el régimen autoritario que El Salvador había padecido durante el siglo XX, pero el impulso reformista no alcanzó para democratizar al nuevo régimen. La ineficacia y déficit del control político institucional contenido en el marco constitucional y legal de la reforma política fue condición propicia para la emergencia de un rechazo generalizado a la clase política “tradicional”. Ese rechazo convertido en apoyo para una “nueva” clase política está siendo utilizado no para finalmente democratizar el régimen, sino para empujarlo hacia el lado no democrático. El Salvador está en plena transición política, expresada en las reformas constitucionales y legales en marcha desde 2021.
Dentro de las reformas están aquellas que modifican reglas cuya materia es electoral. Dichas reglas pueden tener rango constitucional y su reforma ocurre por la vía del proceso de reforma contemplado en la Constitución de 1993 o por la vía de una interpretación hecha por la Sala de lo Constitucional. Es aquí donde hay que colocar la interpretación de la actual Sala de lo Constitucional de una de las disposiciones que prohíben la reelección presidencial inmediata. Otras reglas tienen rango legal, como las que integran el sistema electoral en sentido estricto, es decir, aquellas disposiciones que conjuntamente permiten la transformación de votos en escaños y las que regulan diferentes procedimientos del proceso electoral en general. Entre las primeras están, por ejemplo, las relativas al tamaño y distribución de las circunscripciones electorales; entre las segundas, para citar un caso, las relativas al voto desde el exterior.
Es aconsejable que antes de llevar a cabo una reforma electoral se defina claramente qué es lo que se pretende con ella, cuál es el objetivo político que se busca. De no hacerlo así, se corren varios riesgos; entre ellos, que la reforma sea inconsistente con el objetivo, que modificaciones originadas por la misma reforma sean contradictorias, que los cambios no sean pertinentes porque no conducen al objetivo buscado, que la implementación de la reforma tenga un costo financiero excesivo siendo que puedan existir otras alternativas para alcanzar el mismo objetivo.
En ambientes democráticos, las reformas electorales suelen buscar la mejora de la calidad del vínculo entre gobernantes y gobernados, o entre representantes y representados. Pero este vínculo no depende exclusivamente de disposiciones electorales. Así, por ejemplo, se podría acercar a congresistas y ciudadanos adoptando circuitos uninominales en lugar de plurinominales; o, como ya se hizo en el país, adoptando listas abiertas en lugar de listas cerradas y bloqueadas. Sin embargo, ninguno de estos cambios dará como resultado la mejora en la calidad de la representación política si, por ejemplo, va acompañada de mayor opacidad en el trabajo que llevan a cabo los parlamentarios.
Por otro lado, en democracias presidencialistas suele buscarse a través de reformas electorales mejores condiciones para la gobernabilidad. En los sistemas presidencialistas, como los de los países latinoamericanos, existe una alta probabilidad de que los presidentes sean electos sin que, a la vez, cuenten con una mayoría legislativa que respalde sus iniciativas. Es frecuente, como lo fue en El Salvador entre 1994 y 2021, que los presidentes enfrenten problemas para llevar adelante sus iniciativas porque los parlamentos están controlados por la oposición. En tales condiciones se vuelve muy probable la ocurrencia de conflictos entre el Ejecutivo y el poder legislativo, a menos que los presidentes cuenten con otros recursos para lograr un apoyo mayoritario a sus iniciativas. Como hay sistemas electorales que se orientan a la fabricación de mayorías legislativas para favorecer la gobernabilidad, frente a otros sistemas que buscan favorecer la representatividad de los parlamentarios, los impulsores de la reforma electoral deben tener claro qué es lo que buscan. En el primer caso, podría reducirse el número de escaños, pasando de 84 diputados a 64 como se pretende hacer en El Salvador.
Intentar legitimar una reforma electoral aduciendo un mejor uso de los fondos públicos insinúa otra clase de objetivos. La eficiencia económica no es asunto electoral. Mejor habría que reforzar a los entes contralores, dejando que hagan su trabajo de manera independiente. Por cierto, el voto desde el exterior suele tener unos altísimos costos en relación con el número de electores que acuden a votar, algo que contradice el argumento de la eficiencia en el uso de fondos públicos.
Cuando se impulsan reformas electorales que no necesariamente operan como se argumenta se puede sospechar que son otras las intenciones. Cuando las reformas se aprueban, incluso en contra del texto de la Constitución, es obvio que lo que está en juego es la democracia o la parte democrática en un régimen híbrido. En este caso, las elecciones y las reformas electorales sirven, paradójicamente, para acabar con lo democrático del régimen político.
* Álvaro Artiga González, académico del Departamento de Sociología y Ciencias Políticas.