En Costa Rica, el centro de la democracia regional, Bukele sentó su cátedra de dictadura, apadrinado por el presidente de aquel país con ideología similar, pero sin su arrastre. Sin vergüenza, Bukele recetó a la democrática Costa Rica un régimen autoritario como el suyo para controlar su incipiente actividad criminal, que ha ganado terrenos por la incompetencia de su anfitrión. Fácil de palabra, pero pusilánime. Bueno para encizañar, pero corto en la acción eficaz.
Pero eso no tiene ninguna importancia. Bukele utilizó la cátedra que le ofrecieron para vender su dictadura en una sociedad contraria al militarismo y tradicionalmente democrática, y de paso para legitimar la arbitrariedad y la represión. El predicador del autoritarismo exhortó a su auditorio a colocarse incondicional y graníticamente detrás de su presidente y obedecer a pie juntillas sus indicaciones. No tuvo reparo en intervenir en la política interna de Costa Rica al inducir a la ciudadanía a votar en las elecciones de 2026 por un poder ejecutivo centralizado y libre de los otros poderes que lo mantienen “amarrado de pies y manos”.
La cátedra se detuvo en exponer los puntos centrales de la receta de Bukele. El primer ingrediente es un estado de excepción, que suspenda los derechos de la ciudadanía para dejar en libertad al dictador. El segundo, el control total del sistema penitenciario sin intromisión del poder judicial. El tercero, la implantación de un régimen interno despiadado, ya que es imposible administrar las cárceles con “la permisividad” costarricense, la cual da a los detenidos demasiada comida y privilegios. Y, el último, la construcción de una cárcel como la suya, para lo cual dio algunas indicaciones básicas.
La comunión entre los dos gobernantes es tan intensa que hablaron de crear una “liga de naciones” pequeñas, interesadas en salvaguardar la seguridad y promover la prosperidad. Un eufemismo del autoritarismo. A pesar de su entusiasmo, el futuro de la liga está muy comprometido. El colega de Bukele tiene los días contados. Dejará el poder a mediados de 2026. Una posibilidad remota es que lo reemplace un Bukele costarricense. Por lo demás, en la región no se vislumbra otro interesado en ingresar al club. Milei sería un fichaje excepcional, pero no gira en la órbita de los centroamericanos, sino en la de Trump. Fue el primer gobernante en ser recibido por el nuevo presidente estadounidense. Bukele se contentó con una llamada telefónica. Aparte de elogiarse mutuamente, Milei propuso a Trump crear otra alianza, una de naciones libres que custodien “el legado occidental” y combatan “la mal llamada justicia social”.
La cátedra de Bukele no está libre de contradicciones y falsedades. La seguridad que lo afama únicamente protege de la criminalidad de las pandillas. Las desapariciones, los homicidios, incluso en las cárceles, los feminicidios, las violaciones, la corrupción y el narcotráfico son pecados menores, que no cuentan. Ahora bien, si la seguridad es tan sólida, por qué las colonias y los pasajes no abren las calles que mantienen cerradas a los extraños, por qué el mismo Bukele se rodea de un ejército de soldados y guardaespaldas con armas de guerra, y por qué la seguridad privada no se reduce. Si Costa Rica es un país tan peligroso como para recomendar la implantación de un régimen de excepción como el suyo, Bukele se dio un baño de masas y alternó con la prensa sin el aparato militar que estila en El Salvador. Estas contradicciones advierten que el discurso de la seguridad tiene mucho de ideología.
En medio de su discurso seductor y amañado, Bukele dejó escapar dos admisiones notables. La primera es que el alcance de su milagro económico solo beneficiará a unos cuantos. No incluirá, por tanto, a todos aquellos que vivían de la actividad criminal. Admitió que no puede competir con la rentabilidad del crimen. Por tanto, las masas inconformes con su suerte serán reprimidas despiadadamente. En segundo lugar, Bukele admitió sin escrúpulo ni arrepentimiento que ha capturado a miles de inocentes, aunque se apresuró a prometer que pronto los liberará.
El catedrático en dictadura no se caracteriza por la lucidez y la consistencia. La problemática de los derechos humanos le resulta demasiado compleja. No distingue entre la universalidad de los derechos humanos, que reconoce, y su aplicación concreta. Solo hay buenos, que gozan de ellos, y malos, a quienes trata como objetos perversos. La verdad es otra cuestión que se le escapa. Exhortó a la prensa costarricense a decir siempre “la verdad bajo la lógica, bajo el sentido común y, sobre todo, la verdad, no la verdad de un grupo, de una elite, sino la verdad de todos”. Un galimatías que, en realidad, no importa, porque “así como digo una cosa, digo otra”.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.