Hace algunos años, en Estados Unidos, la madre de una joven violada y asesinada pedía para el asesino la conmutación de la pena de muerte por cadena perpetua. Cuestionada sobre por qué favorecía de ese modo a quien le había arrebatado a su hija, ella respondió lo siguiente: “El que la mató creyó que matándola arreglaba el problema de que lo descubrieran y le castigaran por su delito. Yo no quiero que la muerte del que mató a mi hija sea la medicina de mi dolor. Ni tampoco quiero parecerme a los que confían en la muerte como castigo o como encubrimiento”. Este caso no es único. En El Salvador, mucha gente ha perdonado ofensas terribles porque no quiere vivir con odio en su interior. Quieren verdad, quieren reparación, quieren que no se repita la barbarie, pero desean vivir en paz.
Al celebrar la fiesta de los mártires de la UCA y recordar de nuevo tanta masacre y dolor clavados en la historia del país, es necesario y justo recordar también los esfuerzos impulsados por la Universidad para lograr la reconciliación del pueblo salvadoreño. Cuando el P. Ellacuría y sus compañeros luchaban en favor del diálogo y la negociación entre las partes en guerra, trabajaban por la reconciliación del pueblo salvadoreño en la verdad y la justicia. Sacrificaron su vida en ese esfuerzo porque había personas y sectores que preferían la victoria militar, no querían ninguna salida pacífica y humana del conflicto. Mataban por eso. La historia, sin embargo, le dio la razón a las víctimas y a los jesuitas asesinados. La paz llegó y con ella los esfuerzos de reconciliación basados en la verdad, la justicia y la reparación. Pero la soberbia de los poderosos no aceptó la verdad. Y ciertas formas de resentimiento, odio larvado y violencia quedaron en los corazones de muchos.
Al recordar a los mártires, surge de nuevo el deseo de reconciliación con base en la verdad. A lo largo de 35 años, quienes han controlado los poderes del Estado se han negado a esclarecer la verdad, asumir responsabilidades y pedir perdón a las víctimas. El ejército, el sistema judicial, los partidos políticos, los que desde la riqueza y el poder explotaron a los pobres primero y callaron después ante las masacres y los abusos están en deuda. Y es precisamente esa deuda la que mantiene en desconfianza y profundamente separados a amplios sectores de la población. Juan Pablo II insistía en la verdad y la justicia como indispensables para el perdón y la reconciliación. Él sabía que cuando “se siembra la mentira y la falsedad, florecen la sospecha y las divisiones”, y que “la corrupción y la manipulación política o ideológica son esencialmente contrarias a la verdad, atacan los fundamentos mismos de la convivencia civil y socavan las posibilidades de relaciones sociales pacíficas”.
También decía que “ningún castigo debe ofender la dignidad inalienable de quien ha obrado el mal”; y que “la puerta hacia el arrepentimiento y la rehabilitación debe quedar siempre abierta”. Combinar las exigencias de verdad, justicia y reparación con la necesidad de reconciliación no es fácil, especialmente si perviven el resentimiento y los intentos de instrumentalizar la historia con fines políticos. Ni la impunidad, ni la manipulación de los casos, ni el exceso de justicia punitiva son soluciones. Es tiempo de pensar en una justicia transicional tanto para los crímenes de la guerra civil como para muchos casos del régimen de excepción. De lo contrario, el país continuará preso del resentimiento, la desconfianza y la división.