En casi todos los códigos penales y países, se contempla la prescripción de los delitos, pero los tiempos de la misma varían según la gravedad o el tipo de crimen. No es lo mismo la prescripción de una deuda que la de un homicidio. En general, la tendencia ha sido, donde existe, a relacionar la prescripción con el máximo de la pena que se impone al delito. En El Salvador, la prescripción es siempre a los diez años, incluso para los delitos más graves. La Corte Suprema de Justicia, pese a reconocer que los crímenes de lesa humanidad no pueden ser sujetos de amnistía, les ha aplicado hasta el presente la prescripción. Evidentemente, un plazo de prescripción de diez años es muy corto para crímenes muy graves. Y en ese contexto es normal que surjan protestas ciudadanas o incluso políticas. Sobre todo teniendo en cuenta los niveles de impunidad existentes en todos los órdenes.
Una de las primeras exigencias de suprimir la prescripción la presentaron las víctimas de graves violaciones de derechos humanos. La prescripción del delito es la que invocó la Corte Suprema de Justicia en el Caso Jesuitas. En diciembre de 1999, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recomendó al Gobierno salvadoreño reabrir el caso. El entonces presidente Francisco Flores dijo enfáticamente que no lo haría. Y las víctimas contestaron solicitando en la Fiscalía la reapertura y acusando a siete personas como autores intelectuales del asesinato. Belisario Artiga abrió el caso, pero pidió de inmediato el sobreseimiento tanto por la ley de amnistía como por la prescripción del delito. La Corte le aceptó solamente lo segundo. Que prescribieran delitos de lesa humanidad, juzgados internacionalmente como imprescriptibles, fue un escándalo y originó las primeras protestas contra los actuales plazos de prescripción.
Ya en tiempo más reciente, y ante casos de corrupción, entre los que destaca el del expresidente Flores, volvieron a sonar los tambores contra los plazos actuales de prescripción del delito. Esta vez fueron algunos sectores políticos los que insistieron en el tema. Y en estos últimos días, ante el delito de un sacerdote, se ha presentado ya una pieza de correspondencia en la Asamblea Legislativa para que los delitos graves de tipo sexual, especialmente la pederastia, no prescriban. El Arzobispo de San Salvador, con buen tino y coherencia, exigió que los diputados la aceptaran. Este tipo de delitos, enmarcados especialmente en la violencia contra mujeres y niñas, aunque también contra niños, son demasiado frecuentes.
Son tres tipos de crímenes diferentes, pero con el agravante común de causar daño permanente en la población. Daño que es evidente en los niños y niñas sometidos al abuso, y también en el asesinato que trata de eliminar el bien, la productividad o el pensamiento crítico y constructivo. Además, se puede y debe establecer con claridad que la corrupción estatal o empresarial puede causar daños permanentes al desarrollo de un país y ser uno de los factores que lleven a la transmisión intergeneracional de la pobreza, y así al hambre, la injusticia y la muerte. Al final, si algo se puede sacar en conclusión es que el articulado de la ley penal en torno a la prescripción del delito es obsoleto. Y creo que en esto deberíamos estar todos de acuerdo. Ni la corrupción, ni los crímenes contra la infancia, ni los homicidios atroces deben beneficiarse de una norma tan permisiva. Pedir el endurecimiento de las penas, como se ha venido haciendo progresivamente, manteniendo a la vez la impunidad y la prescripción rápida del delito es una contradicción gruesa. Tratar de solucionar el tema de la prescripción en su conjunto es la política correcta. Pero seguimos con la tendencia a responder emocionalmente a los problemas concretos en vez de analizarlos en su conjunto.
En torno a la prescripción, la normativa existente es incorrecta para una sociedad como la nuestra, puesto que refuerza la impunidad de crímenes graves. Y no se trata de suprimirla, sino de adaptarla a la realidad del país, pero pensándola y revisándola en su conjunto. Reaccionar a cada crimen que se convierta en escándalo nacional no es la mejor manera de actuar contra el delito. En el caso de la agresión sexual, debemos recordar que en las más de tres mil denuncias presentadas en la Fiscalía en estos años recién pasados, poco más del 50% de las víctimas son mujeres menores de 15 años. Postergar o eliminar la prescripción de ese delito debe ser un paso entre muchos para evitar esta terrible plaga. Si los diputados leyeran la investigación del Iudop “La situación de la seguridad y la justicia 2009-2014”, que aborda los delitos violentos, especialmente homicidios y crímenes sexuales, podrían repensar mejor la justa y necesaria reforma de las normativas sobre la prescripción.
Es evidente que El Salvador necesita reflexionar más y mejor sobre la violencia y sus raíces, sobre las normas y las instituciones encargadas de que se cumplan, sobre la convivencia ciudadana y los valores de respeto, justicia social y dignidad de la persona. Las reacciones políticas, mediáticas o personales en las que la indignación sustituye a la reflexión suelen dejar las cosas como estaban en un inicio. Desde hace años, muchas personas insisten en la importancia de educar en valores humanos, cívicos y ciudadanos, y todavía no tenemos textos adecuados ni se incluye la temática en la escuela. Comenzar a trabajar en serio la cultura de paz y la justicia social es paso fundamental en el proceso de lucha contra la violencia. Después vendrá el derecho penal para quien infrinja valores de forma grave. Pero la reflexión y las acciones que dirijan hacia el cambio de una cultura marcada por el machismo y la violencia son indispensables para la construcción de un futuro más digno y humano.