La Semana Santa nos remite siempre a la ética, además de a la fe y la práctica religiosa. La muerte de Jesús estuvo rodeada de un sinfín de actuaciones que hoy consideraríamos graves problemas éticos y verdaderos atentados contra la justicia. Incluso su condena a muerte, aunque fue legal en el contexto histórico en el que se produjo, no fue éticamente responsable ni justa. Con todo y ello, aunque la ética social y política no aparece por ninguna parte en el proceso contra Jesús de Nazaret, no solemos denunciar la misma falta de ética que en tantos aspectos sigue dominando en este tiempo. Miramos desde la cruz hacia la ética personal y revisamos nuestras culpas personales al ver en Jesús crucificado el resultado del pecado humano. Buscamos superar nuestro pecado personal sin caer en la cuenta del pecado social que mata siempre a inocentes. Y así nos quedamos sin atrevernos a dar el salto hacia una ética pública y social.
Sin embargo, necesitamos dar ese salto a lo público. Porque la cruz de Jesús es símbolo de muchas otras cruces que los seres humanos imponemos a demasiados de nuestros congéneres. Las cruces de los más de 300 presos fallecidos en el incendio de la cárcel de Comayagua están más cerca de la cruz de Jesús que muchas de las prácticas religiosas bien intencionadas que suelen abundar en la Semana Santa. Sin dimensión ética, tanto personal como social, la religiosidad pueda caer fácilmente en el fariseísmo: culto a Dios y olvido de sus criaturas, oración de boca y egoísmo de corazón. Ningún Estado puede desinteresarse de la vida de las personas ni mantener estructuras (llámense cárceles, escuelas o sistemas tributarios) que al final terminen, de diversas maneras, causando la muerte de inocentes. Un Estado, el nuestro, que se permite el lujo de mantener un tribunal de ética descabezado da muestras con ello de ser elitista e irresponsable frente a la dimensión social de los valores.
No se puede contemplar con autenticidad la cruz de Cristo sin que nos remita a una ética profundamente social. En ese sentido, la Semana Santa debe ser un momento propicio para pensar en El Salvador e incluso pensar El Salvador. Es necesario tener la visión de un país diferente. Todos deseamos un país sin violencia, pero nos quedamos relativamente indiferentes ante los factores principales que la producen. La desigualdad social engendra más violencia que la droga. La educación disminuye la criminalidad más que las leyes duras. El trabajo abundante con salario digno es más eficaz contra el crimen que cualquier policía del mundo. Debemos pensar un El Salvador diferente y comprometernos a construirlo. Contemplar en la cruz de Jesús lo que produce una sociedad dominada por la falta de solidaridad en sus estructuras y en muchos de sus comportamientos, nos ayudará a ser más autocríticos y más abiertos a un futuro con mayor justicia.
Ellacuría dijo en su momento que la cruz de Jesús nos comprometía a bajar de sus cruces a los crucificados de este mundo. Y es cierto. La cruz de Jesús es solidaridad con todos los que en nuestra realidad sufren por falta de solidaridad, son víctimas de injusticias, están marginados o injustamente golpeados por cualquier situación. Y hoy, la solidaridad nuestra consiste en arriesgarnos a construir un mundo donde las cruces producidas por la sociedad sean eliminadas. Si quieren alguna vez crucificarnos, que sea por luchar activa y pacíficamente contra esas cruces que imponemos a los pobres: educación deficiente en la escuela, trabajo con niveles indecentes de explotación, oferta pública de salud de muy baja calidad y que discrimina entre quien cotiza y quien no cotiza. El llamado a la ética en Semana Santa nos llama a combatir las lacras de este país que acaba creando, desde sus diversos modos de organización, una nueva sociedad de castas de origen económico, tan perniciosa como las que antiguamente se derivaban del linaje y de la sangre.