En cualquier especie animal, el odio de los machos a las hembras sería la mejor manera de terminar con la especie. Pero los seres humanos, a pesar de estar dotados de inteligencia, tenemos una trágica capacidad de odio y de desprecio hacia una buena parte de nuestra propia especie. En el caso del odio a la mujer, es claro. Se da en todas partes. Desde la trata de blancas, que continúa siendo un problema serio en nuestro país y en Centroamérica, hasta la tendencia en China a abandonar a las niñas recién nacidas cuando se prohibía tener más de un hijo. Todavía hoy continuamos haciendo bromas machistas, pagando menor salario a las mujeres y, lo peor de todo, matándolas por el simple hecho de ser mujeres.
Muchos opinamos desde el principio que el asesinato de Carla Ayala era un caso de feminicidio. Al sistema judicial le costó reconocerlo, pero al final lo hizo. Muchos creíamos que lo impactante del caso, la comisión del delito ante tantos testigos mudos e incapaces de proceder adecuadamente frente al hechor, podría marcar un antes y un después en la historia de crímenes contra mujeres en nuestro país. La sociedad reaccionó con fuerza y la PNC, después de una primera etapa de desconcierto y de lenta reacción, investigó a encubridores y cómplices hasta dar con los restos de Carla. Pero el feminicidio continúa siendo un problema grave, ha crecido en el primer semestre de este año y sobrepasa la tasa trágica a partir de la cual cualquier fenómeno mortal se considera epidemia.
No faltan explicaciones, aunque como sociedad no podemos lavarnos las manos explicando el hecho. El feminicidio en El Salvador es un problema social, no de grupo o sector. Y algo debemos hacer si no queremos condenarnos al fracaso moral. Algunos partidos acusan a los gobernantes de tener un Estado fallido. Pero pocas veces nos ponemos a pensar que algunos aspectos de irrespeto a la dignidad humana nos convierten en una sociedad fallida. Y el feminicidio es uno de esos aspectos. Se da entre pobres y ricos, entre personas disfuncionales y entre empleados estables. Aunque todos tenemos la misma dignidad, no hay duda de que la tarea del cuido, del desarrollo de los sentimientos más profundos, la hemos delegado demasiado en la mujer. Matar a la que cuida la especie humana, la que transmite sentimientos de apego, de compasión y de ternura, no es matar únicamente a una persona; es una especie de suicidio social y colectivo. Ante esta situación, es indispensable reforzar la cultura de la igual dignidad de mujeres y hombres.
Estamos demasiado acostumbrados a convivir con la ley del más fuerte. Lo lógico es que el más fuerte defienda al más débil. Pero entre nosotros la tendencia es que el más fuerte se aproveche del más débil en casi todos los campos. Es claro en el mercado laboral, donde los salarios de los más débiles son claramente injustos. También en el sistema judicial, donde quienes tienen menores recursos son más vulnerables ante jueces que mientras hablan de imparcialidad tratan mejor al más fuerte. El trato grosero de funcionarios o de gerentes de empresa a empleados de menor nivel o al público en general continúa teniendo demasiado peso. En el caso de la mujer, el feminicidio es la última expresión de la brutalidad de la especie, pero no es la única.
Sigue siendo vergonzoso que las trabajadoras del hogar tengan por ley menores prestaciones en el Seguro Social, si es que el patrón tiene a bien registrarlas en el mismo. Como es vergonzoso también que algunas tareas del hogar se consideren exclusivas de la mujer. Según el observatorio de Ormusa, la PNC recibió en promedio 11 denuncias diarias de abuso sexual en el primer semestre de este año. Casi la mitad del total, 2,060 denuncias, fue por violación de menor o incapaz. Si a los de violación le agregamos los casos de agresión a menor o incapaz, los porcentajes superan sobradamente el 50% de las denuncias. La necesidad de tocar el tema, de tener escritos, reflexiones, debates e incluso mensajes radiales o televisivos, tanto de las instituciones estatales como de las privadas, es urgente. El tema debe aparecer en el debate político preelectoral. Si no, continuaremos viviendo y reproduciendo una cultura fracasada: la del fuerte sobre el débil.
* José María Tojeira, director del Idhuca.