Los repetidos llamados del sector político a la ciudadanía para que acuda a las urnas revelan cierta inquietud, quizás incluso alarma, ante una posible abstención superior a la normal. La negativa de un sector importante de la población a cuidar urnas el día de la votación no es un buen augurio. Así, pues, la llamada “fiesta electoral” corre el peligro de no ser tal. La insistencia en la importancia del voto, la amenaza de penalizar a quien llame a la abstención y la coacción para conseguir quién cuente los votos manifiestan el miedo que invade a los políticos. Pero también evidencian el repudio ciudadano a los políticos y su democracia. El temor de estos está justificado, porque una votación baja y una elección confusa restarían legitimidad a los elegidos.
La actitud de dejación e indiferencia de un sector significativo de la sociedad difícilmente hará que los políticos recapaciten y cambien de conducta. Intensificarán la propaganda, harán más atractivas sus promesas (la mayoría de ellas desfinanciadas) y, en último término, intimidarán a los reticentes, tal como ya lo hacen algunas plumas de la prensa escrita. No deja de ser una desfachatez exigir al ciudadano el cumplimiento de su deber cívico cuando diputados, alcaldes, funcionarios y partidos políticos no han cumplido con sus obligaciones.
El simple hecho de votar no implica ningún cambio en el quehacer político. Ni siquiera una votación masiva hace diferencia, porque el menú ofrece más de lo mismo. Si bien el sistema permite votar por personas, estas han sido seleccionadas no por su formación, experiencia, lucidez, habilidad para negociar o para resolver situaciones difíciles, sino por ser leales a la cúpula que dirige el partido que las propone. Los y las elegidos ocuparán sus respectivos cargos sabiendo que deben acatar las órdenes del partido, esto es, de un reducido grupo, que decide por ellos y por la ciudadanía. Entre más importante la elección, más exigida será la obediencia. Por tanto, no se vota por personas, sino por partidos, aun cuando la norma constitucional diga otra cosa. El que voten muchos o pocos no hará que la política se ponga al servicio de la mayoría de la gente.
La cantidad de votos es relevante, porque de ella depende la mayor o menor legitimidad de los elegidos. La abstención es repudio abierto a lo que los políticos han hecho de la democracia, no a la democracia en sí misma. Aunque las prácticas inveteradas de autoritarismo y fraude han infundido un concepto errado de democracia. El gran temor de los políticos, de los funcionarios y de sus intelectuales es que se ponga de manifiesto, pública e incontestablemente, el rechazo ciudadano a una democracia secuestrada por unos cuantos privilegiados. El votar o no votar, el elegir a este o a aquella no supone una mejora en el nivel de vida de los electores. El sufragio se ha convertido así en un ritual cívico vacío de contenido.
Cómo exigir al ciudadano que cumpla con el deber del sufragio cuando los responsables de la institución electoral no han sido capaces de ofrecer un servicio eficaz y confiable en más de dos décadas. A pesar de las muchas y frecuentes elecciones, cada evento es improvisado. La institución todavía no cuenta con la infraestructura mínima necesaria. A última hora contrata empresas de servicios, lo cual es motivo de incertidumbre y eleva los costos.
La debilidad institucional es tal que los partidos políticos y sus candidatos violentan la legislación electoral descarada e impunemente. Por eso intentaron autorizar el voto con el DUI vencido. El sufragio es importante, pero también lo es que el documento de identidad tenga validez. La legislación no se debe retorcer para satisfacer fines particulares. Sorprendentemente, al igual que en los tiempos coloniales, no hay norma insuperable, porque todo se puede componer. Emitir el voto en condición irregular es contrario a lo que formalmente se pretende. En lugar de fortalecer la democracia, se la debilita aún más.
La ausencia de una infraestructura electoral robusta muestra cuán poco estiman sus responsables a la ciudadanía. Haber convocado a personas enfermas, discapacitadas, analfabetas, ausentes o sin libertad de movimiento por causa de las pandillas, y haberlas obligado a presentarse en la sede central para excusarse es una desconsideración y una falta de respeto inaceptable.
Los políticos y los funcionarios no debieran sorprenderse de la indiferencia de la población ante la próxima elección. Un Estado ausente en la vida cotidiana de la ciudadanía no puede esperar que esta se desviva por legitimar con su voto a quienes lo dirigen. Uno de los convocados a integrar las mesas de votación lo expresó con lucidez popular irrefutable: “Qué voy a cuidarles las urnas, si ellos no cuidaron a mi hijo asesinado”.