Uno de los rasgos sobresalientes del papa Francisco es la centralidad que le ha dado al martirio como consecuencia del discipulado. Son categóricas sus palabras cuando afirma que hoy la Iglesia necesita de mártires, entendidos en una doble acepción: como testigos de la Buena Noticia en la cotidianidad (coherencia testimonial en el día a día) y como testigos hasta dar la vida por la causa última de Jesús, el reino de Dios y su justicia. Los hombres y mujeres de este carácter y compromiso son, para Francisco, la sangre viva de la Iglesia. En esta línea, advierte que el mártir “no es alguien que quedó relegado en el pasado, una bonita imagen que engalana nuestros templos y que recordamos con cierta nostalgia”. Al contrario, “el mártir es un hermano, una hermana, que continúa acompañándonos […] que no se desatiende de nuestro peregrinar terreno, de nuestros sufrimientos”.
Francisco ha hablado claro. Este mundo necesita de referentes creíbles —de palabra y de vida— que, recios en la entrega, en la compasión y en el servicio a los demás, especialmente a los pobres, inspiren en el compromiso por una civilización humanizada e interpelen toda forma de egocentrismo. Por eso, hacer memoria de los mártires es darle continuidad, en nuestra historia, al sueño de construir familia humana, como lo realizó Jesús; es mantener el modo de ser del Dios de Jesús que “ve la opresión, oye los gritos de dolor de sus hijos, y acude en su ayuda para librarlos de la opresión y llevarlos a una nueva tierra, fértil y espaciosa, que ‘mana leche y miel’”.
Constatamos que el papa Francisco ha sido muy sensible al testimonio martirial surgido en tierra salvadoreña. Varios y sustanciales han sido sus gestos en este sentido. En su ministerio papal se aceleró el proceso de beatificación de monseñor Romero, anulando todas las cautelas y resistencias alimentadas por prejuicios ideológicos o clericales. Con espíritu profético, declaró que
el martirio de monseñor Romero no fue puntual en el momento de su muerte [sino que] fue un martirio testimonio, sufrimiento anterior, persecución anterior, hasta su muerte. Pero también posterior, porque una vez muerto […] fue difamado, calumniado, ensuciado, o sea que su martirio se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado.
Luego, ha manifestado su beneplácito con respecto al proceso de beatificación del padre Rutilio Grande y sus acompañantes, y ha calificado como “un tesoro y una fundada esperanza para la Iglesia y para la sociedad salvadoreña el testimonio de otros hermanos y hermanas [cuya entrega] se percibe todavía en nuestros días”. Sin duda que en este grupo se encuentran Elba y Celina Ramos, Juan Ramón Moreno, Amando López, Joaquín López y López, Segundo Montes, Ignacio Ellacuría y Martín-Baró. Precisamente, este 16 de noviembre se conmemora el vigésimo octavo aniversario de su martirio, pero también se celebra, como dice el teólogo Gustavo Gutiérrez, “la muerte de su muerte, la victoria de la vida”.
Otro signo del aprecio del papa Francisco por la Iglesia martirial salvadoreña es el nombramiento como cardenal de monseñor Gregorio Rosa Chávez. Sabemos que Rosa Chávez fue amigo cercano y colaborador de monseñor Romero en los momentos más críticos. Asimismo, ha sido uno de los principales impulsores de la beatificación y canonización del obispo mártir, desde las etapas iniciales, cuando eran pocos los que tenían el coraje de proclamar la santidad profética de nuestro beato. Con esta designación, el papa tendrá como uno de sus consejeros a un “cardenal de una Iglesia martirial”.
Por otra parte, en carta apostólica de reciente publicación, Francisco abre las puertas a la beatificación y canonización de los cristianos que, con la intención de seguir a Jesús e impulsados por la caridad, han ofrecido su propia vida al prójimo. La carta comienza con las palabras de Jesús: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”. Ahí se plantea una cuarta vía para alcanzar la beatificación. Concretamente, se afirma que “son dignos de consideración y honor especial aquellos cristianos que, siguiendo más de cerca los pasos y las enseñanzas del Señor Jesús, han ofrecido voluntaria y libremente su vida por los demás y perseverado hasta la muerte en este propósito”. El ofrecimiento de la vida es, pues, un nuevo criterio del proceso de beatificación y canonización, distinto del caso de martirio y de heroicidad de las virtudes.
Encontramos aquí una nueva dimensión del concepto de martirio. Este no solo puede estar motivado por el odio a la fe, sino también por el odio a la justicia. Es el caso de monseñor Romero y muchos otros mártires, cuyos asesinos no son herejes, sino personas que se confiesan cristianas y que matan a quienes son un estorbo para sostener su injusticia. Que haya mártires en partes del mundo que se confiesan cristianas, no deja de ser una gravísima contradicción. Francisco busca resignificar los testimonios de quienes, como se afirma en el documento de Aparecida, “han vivido con radicalidad el Evangelio y han ofrendado su vida por Cristo, por la Iglesia y por su pueblo”.