Hace unas semanas, la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible publicó su informe mundial de la felicidad de 2017. Las noticias destacaron los países que obtuvieron las puntuaciones más altas en los principales factores que, según el documento, definen la felicidad: solidaridad, libertad, generosidad, honestidad, salud, ingresos y buen gobierno. La idea fuerza del documento es que cuanto más arraigados estén estos factores en una sociedad, más consistente y enriquecedor será el tejido social que se construya. Así, los primeros lugares corresponden a países que han implementado políticas que propician una sociedad solidaria, firme y que hace valer deberes y derechos. De acuerdo al estudio, los países más felices del mundo son Noruega, Dinamarca, Islandia, Suiza y Finlandia. Y entre los menos felices se encuentran Afganistán, Haití, Ruanda, Tanzania y República Centroafricana.
Lo más felices de América Latina, según su puesto en la lista, son Costa Rica (12), Chile (20), Brasil (22), Argentina (24) y México (25). En la parte media-baja de la tabla se encuentran Colombia (36), Nicaragua (43), Ecuador (44), El Salvador (45), Bolivia (58), Perú (63) y Paraguay (70). En la cola de la clasificación se sitúan Venezuela (82), República Dominicana (86) y Honduras (91).
Los indicadores de felicidad utilizados son parte del concepto “desarrollo sostenible”, un término normativo cuya puesta en práctica busca equilibrar los objetivos económicos, sociales y ambientales. La adopción de la Agenda 2030 —que incluye un plan de acción a favor de las personas, el planeta, la prosperidad con equidad, el fortalecimiento de la paz y el acceso a la justicia— es un compromiso común y universal de los Estados, en el que se expresa la voluntad de concretar ese equilibrio salvaguardando la calidad de vida.
Podría decirse que, cada vez más, la felicidad está asociada al progreso social y a la política pública. Está vinculada a lo justo, es decir, a que todas las personas gocen de alimento, vivienda, vestido, educación, atención en tiempos de vulnerabilidad, capacidad de orientar personalmente su propia vida, etc. Pero como afirma la filósofa Adela Cortina, la felicidad es una cuestión radical, va a la raíz. Va más allá del derecho y el deber. Se abre al mundo del don y del regalo. Ciertamente se requiere, afirma la académica española, aquellas condiciones indispensables para llevar una vida digna (feliz). Y añade: “Pero necesitamos también consuelo y esperanza, sentido y cariño, esos bienes de gratuidad que nunca pueden exigirse como un derecho; que los comparten quienes los regalan, no por deber, sino por abundancia del corazón”.
En esta línea, la de la necesaria conjunción de justicia y gratuidad, todavía no ha sido superada la descripción del desarrollo que hizo Pablo VI en la carta encíclica Populorum progressio, que este año cumple 50 años de haber sido publicada. Los detalles son emblemáticos e inspiradores:
El verdadero desarrollo es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas. Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimum vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen del abuso del poder, de la explotación de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin y especialmente: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres.
El papa Benedicto XVI, comentando este texto, afirmó que con el término “desarrollo” Pablo VI quiso indicar, ante todo, el objetivo de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. “Desde el punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político, la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz…”, dijo.
El camino a la felicidad, obviamente, pasa por estos tres ámbitos. Pero en la concepción legada por Pablo VI, los trasciende. Tiene que ver también con la satisfacción de esas necesidades básicas cuya satisfacción nunca podrá exigirse como un derecho ni cumplirse como un deber. Para él, quien se acoge a la fe accede a condiciones de vida más humanas. La fe no es algo que se añade a una persona ya realizada, sino algo que necesita la persona para ser plenamente humana. Para Adela Cortina, de la felicidad brota el mundo de la gratuidad: “Del consuelo en tiempos de tristeza, del apoyo en tiempos de desgracia, de la esperanza cuando el horizonte parece borrarse, del sentido ante la experiencia del absurdo”.
En suma, la felicidad está relacionada con verse libres de la miseria, la inseguridad, la ignorancia y las situaciones que atropellan la dignidad humana. Pero también está vinculada a los motivos para vivir, luchar, gozar, sufrir y esperar.