¿Guerra de precios?

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A alguna gente le gusta tanto la guerra que es extraño que después de la medicina amarga de la guerra contra las maras no declaren ahora la guerra contra los precios. Porque, además, la reacción a la subida de precio de algunos productos alimenticios coincide con un modo de actuar clásico en el país: ante el conflicto se golpea más a quien menos culpa tiene. Generalmente, es en los intermediarios entre el productor y el vendedor, o en las cadenas de supermercados, donde más se aumentan los precios. Con razón, la gente llamaba “coyotes” a los intermediarios, porque eran los que más se beneficiaban con el sudor campesino. Acusar agresivamente a los mercados finales populares, como si ahí fuera el nido de quienes se lucran subiendo exageradamente los precios, es como querer controlar el narcotráfico deteniendo a quienes menudean con droga en los barrios más pobres de las ciudades. Es cierto que también los pequeños y los habitantes de barrios pobres se pueden lucrar de formas inmorales, pero en el campo de los precios, como en el narcotráfico o en otros negocios ilícitos, la responsabilidad no suele estar en el mundo de los pobres o de la clase media.

En la doctrina social de la Iglesia se encuentran frases que denuncian lo falso de estas guerras en que se daña a los más pobres y ayudan a pensar dónde se halla la verdadera responsabilidad de las mismas. En varias ocasiones, el papa Juan Pablo II habló de un mundo caracterizado por la “guerra de los poderosos contra los débiles”. El papa actual, Francisco, nos ha advertido también de que “hay una economía que mata”. Lo que le toca al Estado no es emprender guerras contra la gente, con todas las injusticias que suelen llevar a cabo los choques armados, sino prevenirlas tocando las causas que conducen a los conflictos y elaborando políticas sociales de desarrollo inclusivo. No hay duda de que la pobreza y la desigualdad, así como las familias rotas, el deterioro de valores y la corrupción de los poderosos, han sido causas del surgimiento de las maras. De la misma manera, la ambición de quienes manejan el flujo de bienes de los grandes mercados suelen tener siempre más responsabilidad en el aumento de precios que los pequeños o medianos vendedores. Ya en 1931, hace casi 100 años, insistía el papa Pío XI diciendo que la acumulación de poder y recursos en la economía con frecuencia llevaba al predominio de “los más violentos y los más desprovistos de conciencia”. Decía estas duras palabras en la época en que muchos países sufrían los efectos de la gran depresión de 1929, iniciada en estados Unidos. Pero evidentemente son palabras que no dejan de tener sentido en nuestra época, en la que mientras aumentaba universalmente la pobreza en tiempo de la pandemia, el número de millonarios continuaba creciendo en el mundo.

Si queremos reaccionar eficazmente a los aumentos de precio, tenemos que invertir en la producción autóctona de alimentos y mantener una política de seguridad alimentaria. Ello conlleva el apoyo con mucha mayor generosidad y eficacia a nuestros agricultores y facilitarles tecnología, créditos e insumos, así como evitar abusos en el proceso de comercialización. No se puede pensar que reservando las mejores tierras productivas para el cultivo de caña de azúcar, o dedicando tierras fértiles a grandes proyecto inmobiliarios, vamos a salir de las frecuentes crisis alimentarias por las que ha ido pasando el país. El desarrollo hay que programarlo desde abajo, debe ser inclusivo y beneficiar a todos. Quienes creen que con el aumento del producto interno bruto (PIB) se frena automáticamente la pobreza están en un error. La misma historia de El Salvador lo desmiente. En los últimos diez años, el PIB salvadoreño casi se ha duplicado. Pero la pobreza continúa rondando el mismo 30% de la población. Y abunda más en el campo que en la ciudad. Tomarse en serio los problemas, pensarlos con exigencia mental, planificar y ejecutar procesos serios de desarrollo rural, lograr una verdadera soberanía alimentaria son opciones imprescindibles. Andar buscando culpables y castigar a los más débiles no conduce al desarrollo humano e inclusivo que toda persona de buena voluntad debe desear.

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