Desde hace algún tiempo me ha resultado difícil ponerle nombre a lo que sucede en Nicaragua. Más allá del debate teórico sobre algunos conceptos relacionados con regímenes autoritarios, es difícil describir la irracionalidad de unos dirigentes que lucharon por derrocar a una cruel dictadura para convertirse con los años en su alter ego. Evidentemente, el cierre y confiscación de todos los bienes de la UCA de Nicaragua es un zarpazo más en la ya innumerable lista de atrocidades del régimen, pero confieso que por tratarse de una universidad hermana, por haber estudiado ahí y por las amistades y colegas que padecen la injusticia, este caso me ha golpeado profundamente.
Entre todos los sentimientos que me provoca esta situación sobresalen la impotencia, que ya la veníamos experimentando estos años, y ahora también, con más fuerza, la indignación. La impotencia por darnos cuenta de que la dupla presidencial es totalmente inmune a las demandas de su pueblo como también a cualquier reclamo de la comunidad internacional, incluidas las más encumbradas jerarquías de organismos supranacionales y eclesiales. Ahora también se acentúa la indignación, esa que se siente ante un acto totalmente injusto, arbitrario e infame. Una indignación que no es resignación. La indignación quiere que se restablezca la justicia y provoca el compromiso con esa causa. Sentir indignación y no actuar quedándose pasivo o callado es contradictorio.
El pueblo de Nicaragua está pagando el precio de permitir que la dictadura nicaragüense se fuera imponiendo gradualmente, a partir del control del Ejército y de la Policía, avalando reelecciones inconstitucionales, capturando toda la institucionalidad, comprando voluntades, cerrando medios de comunicación alternativos, asesinando a manifestantes, encarcelando o exiliando a los críticos y un largo etcétera. Todo esto hasta no dejar voces críticas que puedan expresarse dentro del territorio nicaragüense y ante la pasividad o las condenas absolutamente ineficaces de la comunidad internacional. Muchas veces leemos que las consecuencias de un gobierno dictatorial son impredecibles, pero Nicaragua lo está viviendo en carne viva. La historia enseña que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Yo diría que también idiotiza a quienes se embriagan de tanto poder.
Los relatos de locuras de quien tiene poder absoluto abundan, porque el poder hace tomar decisiones fuera de toda lógica o suposición. El dictador Macías Nguema en Guinea Ecuatorial, ya convertido en dictador después de llegar al poder por la vía democrática, impuso como lema nacional “No hay otro Dios que Macías Nguema” y prohibió la palabra “intelectual”. Duvalier, en Haití, conocido como “Papa Doc”, se creía la encarnación del barón Samedi, el espíritu vudú de la muerte, y razón no le faltaba dado los actos que cometió. Trujillo, en República Dominicana, que en las elecciones que lo llevaron al poder sacó más votos que el número de electores, nombró coronel a su hijo de tres años, gastó una tercera parte del presupuesto nacional en organizar un evento que duró un año para coronar reina a su hija e intentó que le dieran a su esposa (semi analfabeta) el Nobel de Literatura. Más recientemente, en Corea del Norte, Kim Jong-un prohibió que su nombre sea usado por los coreanos porque nadie más que él puede llamarse así.
Cuando se da todo el poder a una sola persona el totalitarismo está a la vuelta de la esquina, y de ahí al absurdo no hay más que un paso. Los tiranos nicaragüenses están en esta etapa; su falta de lógica solo es comparable a sus atrocidades. Deciden quién es nicaragüense y quién no, expulsan a nacionales y extranjeros a discreción, consideran peligrosas a las Hermanas de la Caridad, encarcelan opositores, obispos y sacerdotes, clausuran organizaciones filantrópicas, cierran y expropia universidades por considerarlas centros de terrorismo. Como todas las dictaduras, tienen un gran pavor al pensamiento crítico y excomulgan de su grey a todo el que se atreva a pensar distinto.
Duele e indigna lo de Nicaragua, y no puedo dejar de mencionar la tristeza y decepción que provocan las actitudes de los autodenominados revolucionarios de manual que o prefieren guardar silencio, o siguen defendiendo a Ortega y Murillo. Señalar con vehemencia la deriva autoritaria del Gobierno de Bukele y simultáneamente defender y hasta celebrar lo que hacen Ortega y Murillo es padecer la esquizofrenia ideológica que tanto daño ha causado a la izquierda y que la tienen en la irrelevancia política en El Salvador. Dictadura es dictadura, sea de derecha o de izquierda. En nuestro país hay temor porque el actual Gobierno tiene actitudes que lo asemejan al nicaragüense, mientras que este cada vez se asemeja más al de Corea del Norte. Triste momento que vive la región.
* Omar Serrano, vicerrector de Proyección Social.