Las reformas a la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública han levantado una buena cantidad de protestas y críticas. Muchas de ellas provenientes de personas que simpatizan o que incluso pertenecen al FMLN. Y es que el tema es delicado. El secretismo que ha imperado por siglos en las estructuras estatales estaba ya desde hace años desfasado en una democracia que se pretende moderna a partir de los Acuerdos de Paz. Y ha sido un incontestable éxito de este Gobierno el que se haya emitido al fin una ley con una estructura moderna, y en algunos aspectos incluso más avanzada que las de algunos de los países desarrollados. La lentitud en aplicar la ley en su totalidad ya había alarmado a la ciudadanía. Pero en la actualidad se ha dado un paso atrás que se puede considerar grave.
Por eso mismo, las severas limitaciones impuestas al Instituto de Acceso a la Información Pública, reducido a labores de intermediación moral entre la ciudadanía y las dependencias públicas a las que se les solicitara información, han levantado una oleada de críticas, entre las que figuran la de un alcalde del mismo FMLN y la de nuestro arzobispo, quien ha solicitado que el presidente Funes vete las reformas. Y no es para menos. La ciudadanía sabe de sobra que precisamente la falta de acceso a la información pública ha sido el criadero donde se ha incubado la mayor parte de la corrupción nacional. Es lógico que el acceso a la información pública tenga algunas limitaciones. En todos los países, algunos temas de seguridad nacional tienen acceso restringido. Pero dejar la capacidad de decidir qué es información reservada a las propias instancias estatales es abandonar temas y casos importantes a la posible arbitrariedad de los funcionarios.
Con frecuencia hablamos en contra de la privatización de los bienes públicos. Y efectivamente en administraciones pasadas se privatizaron empresas y recursos estatales con poca claridad. La privatización de los bancos, hace unos veinte años —lo hemos dicho muchas veces—, fue un verdadero despojo de recursos públicos realizado en beneficio de unos pocos. En la actualidad, el propio Presidente está denunciando que el contrato entre la CEL y la empresa estatal italiana ENEL para la explotación de la geotermia en el país ha sido una maniobra encubierta de privatización de un recurso y empresa pública. Pues bien, al igual que el dinero en poder del Estado es público, y las empresas estatales son propiedad del pueblo salvadoreño, la información de las dependencias estatales no es propiedad de los funcionarios que las dirigen, sino pública por naturaleza. Y si el Estado está al servicio de la persona humana, como dice la Constitución, ningún funcionario puede decidir caprichosamente no entregar información al ciudadano que se la solicita.
Lo que era un instrumento excelente para el desarrollo de la conciencia y del debate serio de la ciudadanía está a punto de convertirse en una ley floja, cuya mayor o menor incidencia en la vida democrática dependerá del peso moral y la capacidad de denuncia que puedan tener los miembros del Instituto de Acceso a la Información Pública. Y tampoco hay mucha garantía en la elección de estos últimos, aunque al final confiemos en la responsabilidad de las personas ya puestas en su papel, y en la supervisión y exigencia ciudadana. Ciertamente, necesitamos transparencia. Se necesita en las abultadas cuentas de esa partida presidencial que se sigue engordando con el presupuesto no ejecutado de los ministerios. Se debe exigir información clara respecto a regalos que se hacen con dinero público con el cuento de que eso es frecuente en otras democracias. Se debe saber cuánto se gasta en flores, adornos, hoteles, viajes, y quién lo gasta. El dinero del Estado no es piñata, sino impuestos, en buena parte cobrados a gente pobre, que incluso contribuye proporcionalmente más que muchos de los ricos del país. Y si no son impuestos, son préstamos, que también terminarán pagando quienes no tienen aún cubiertos decentemente sus derechos socio-económicos básicos.
Un país pobre como el nuestro no debe usar el dinero público para aumentar las prebendas ya de por sí altas de diputados y funcionarios. Como tampoco se puede comparar el salario de todos ellos con los de sus pares en el Primer Mundo. La comparación debe hacerse con el salario mínimo del campo en El Salvador. Si a esa enorme e injusta diferencia se le añaden corbatas, viajes inútiles, viáticos y otros despilfarros no relacionados con su trabajo, la traición a la democracia aumenta. Y lo mismo podemos decir de la Corte Suprema de Justicia con sus bonificaciones para gasolina, o el uso discrecional de los carros oficiales de los altos cargos. El acceso a la información pública ayuda a que la trampa deje de ser la norma y a equilibrar el sentimiento ciudadano de que los representantes del pueblo son honestos.