La Corte Suprema de Justicia se ha negado a desvelar las investigaciones en curso sobre el patrimonio de antiguos funcionarios alegando la presunción de inocencia, un principio constitucional. La argumentación es correcta, pero inconsistente, porque el principio no se aplica a los detenidos por la Policía. Esta violenta el principio cuando los presenta ante la prensa ávida de carnaza como asesinos, extorsionistas, violadores o simplemente pandilleros.
Esta práctica del poder ejecutivo sentencia y sanciona a unos detenidos envilecidos. En realidad, no son más que imputados, al igual que los funcionarios cuya identidad los magistrados protegen celosamente, hasta que el juez los declare culpables. La identidad de los agentes policiales acusados de delitos también es protegida por los poderes ejecutivo y judicial, que les permiten presentarse con el rostro cubierto.
La Policía y la prensa colaboracionista usurpan las funciones del juzgador, ya que acusan, fallan y condenan ante el silencio culpable de la Corte Suprema de Justicia. La inconstitucionalidad no es de su interés cuando los detenidos no han sido funcionarios ni cuentan con padrinos poderosos. En la práctica, el Estado reconoce dos categorías ciudadanas: la protegida y la desprotegida. Así ha sido desde tiempos inmemoriales. La práctica policial y periodística contribuye a preservar esa injusticia de siempre con los mismos de siempre.
La lucha contra la corrupción adolece de contradicciones similares. Resuelto a perseguirla, el Gobierno de Bukele ha creado una Comisión Internacional contra la Impunidad con el respaldo de la OEA y Naciones Unidas. Este empeño, más la guerra contra las pandillas y la emigración ilegal, ha hecho que el presidente le parezca very nice and cool a Trump. Perseguir los corruptos es apremiante, porque se han apropiado de una cantidad de recursos públicos inconmensurable, mientras las áreas sociales languidecen. Mucho ha tardado en comenzar la persecución contra los funcionarios y los empresarios corruptos. La erradicación de ese vicio social es un acto de justicia.
El compromiso con ella obliga a perseguir con similar intensidad a los responsables de los crímenes de lesa humanidad, que han gozado de la misma impunidad que los corruptos. Pero, en este punto, el Gobierno de Bukele no ha pasado de algunas buenas palabras. Todavía no ha ordenado al Ejército, del cual es comandante en jefe, abrir los archivos de la guerra. Ni ha denunciado el proyecto legislativo que se dispone a aprobar una nueva amnistía disfrazada de justicia transicional. Ni se ha interesado en los procesos judiciales en marcha contra algunos de esos criminales de guerra. Tal vez no lo considera rentable, ya que el horror del terrorismo de Estado mostraría que el país no es tan paradisiaco como lo vende la ministra de Turismo. Tal vez tema la reacción del Ejército, en cuyo caso su comandancia sería de papel y desfiles.
La corrupción y los tráficos de toda clase se mueven sin mayor dificultad por, en buena medida, la impunidad “original” concedida a los criminales de lesa humanidad. Una verdadera lucha contra la impunidad de los corruptos debe incluir a los violadores de los derechos humanos. Si el presidente piensa que hacer justicia a sus víctimas es irrelevante por concernir a hechos de un pasado que se antoja remoto, se equivoca. Esas violaciones afectan muy hondamente a las víctimas sobrevivientes y a sus familiares, tal como lo han mostrado los testigos de la acusación en el juicio de la masacre en El Mozote. No solo han sobrevivido a los horrores del terrorismo de Estado, sino también a muchas otras dificultades. Humilladas, empobrecidas y abandonadas, estas víctimas gozan de los mismos derechos constitucionales que los funcionarios protegidos por la Corte Suprema de Justicia.
La justicia no es privilegio de unos cuantos, sino un derecho universal. Reparar con creces los daños causados a estas personas debiera ser prioridad de un Gobierno que repite estar centrado en “El Salvador y su gente”. Abandonarlas a su suerte mientras los violadores gozan de impunidad es continuar con la política de los Gobiernos anteriores, de los cuales el actual intenta separarse. Bukele se presentó en la Asamblea General de Naciones Unidas como “la voz del cambio”. Un cambio planteado en términos de tecnologías de la comunicación y las redes sociales. Las víctimas del terrorismo de Estado aguardan otro cambio. Uno que lleve al compromiso con el esclarecimiento de los crímenes recogidos en el informe de la Comisión de la Verdad y de las masacres; un compromiso con la justicia y con la reparación. El énfasis en el cambio respecto a los Gobiernos de Arena y del FMLN aumenta el contraste entre el discurso gubernamental y la realidad. Por un lado, aspira a la novedad y la modernidad, pero, por otro, el pasado persiste por falta de audacia y radicalidad.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.