Jurar es una tradición antigua en la humanidad. Muchas de las grandes culturas tuvieron diversos modos de utilizar los juramentos como prueba de veracidad en sus compromisos o acciones. Hoy se sigue jurando, especialmente en el mundo político, poniendo la mano sobre la Constitución, sobre la Biblia, levantando una mano frente a la bandera o de otras maneras. Aunque en su conjunto los juramentos pueden ser buenos, se dan con frecuencia juramentos peligrosos. Jurar para mentir rebaja a quien lo hace. Juramentos de venganza no son cristianos. Todos sabemos los terribles resultados que tuvieron los juramentos de “obediencia incondicional” o de “obediencia hasta la muerte” que se le hicieron a Hitler en Alemania. Y así podríamos continuar relatando diversos juramentos de fidelidad a un régimen o a una persona que trajeron consecuencias desastrosas. Porque no es lo mismo jurar una Constitución que todo el mundo conoce, o un texto religioso, que jurar fidelidad a una persona y, al mismo tiempo, rechazar a quienes no sigan la voluntad del líder. En esta ocasión y en las pocas líneas de este artículo, conviene sentar criterio sobre el juramento que pronunció una buena cantidad de personas en la toma de posesión presidencial de nuestro país.
Se juró defender incondicionalmente el proyecto de nación. Lamentablemente, dicho proyecto no lo conocemos. No hay un texto escrito que describa con claridad el proyecto de gobierno de Nuevas Ideas. Y muchas de las actividades y proyectos gubernamentales tienen reserva de información. Es difícil jurar y prometer la defensa de lo que no se conoce. Se jura seguir “al pie de la letra cada uno de los pasos”; el problema es que no hay letra. Y seguirlos, además, sin quejarse. Cualquier gobierno del mundo, por bien que lo haga, se puede equivocar. No quejarse es convertirse en cómplice de los errores. Quejarse, en cambio, es positivo, ayuda a reflexionar y a discernir lo que puede haber de justo en la queja o también lo que puede haber de erróneo. Escuchar quejas ayuda siempre a quienes gobiernan. Por otra parte, pedir sabiduría a Dios es bueno. Pero la sabiduría de Dios siempre termina diciéndonos que nos amemos los unos a los otros. Y no hace milagros a quienes no perdonan o no escuchan fraternalmente a los demás. Eso al menos lo afirma con mucha claridad la teología cristiana elemental.
El juramento termina con la promesa de “nunca escuchar a los enemigos del pueblo”. Esta parte del juramento es la más peligrosa. Porque ¿quién decide quién es enemigo o amigo del pueblo? ¿El gobierno? Es cierto que todo delincuente daña al pueblo, sea corrupto de cuello blanco o criminal de mano ensangrentada. Pero incluso a ellos hay que escucharlos, al menos en el juicio, si se logra llevarlos hasta ese punto. ¿Harán esa parte del juramento los jueces cuando juzguen a novecientos presos de una vez? ¿Se convertirán los abogados defensores en enemigos del pueblo cuando defiendan a quienes no se debe escuchar?
El juramento realizado durante la toma de posesión de la presidencia y vicepresidencia deja demasiadas preguntas abiertas. Es un juramento peligroso porque ofrece la posibilidad de olvidar que la obediencia a la propia conciencia es más importante que la obediencia a cualquier poder externo a la persona. Y porque abre, además, la posibilidad de dividir al país en buenos y malos, en amigos del pueblo y enemigos del pueblo, e impedir que florezca el necesario ambiente de amistad social, tan indispensable para el desarrollo humano y solidario. Un juramento así, al menos en la moral cristiana, no obliga a quien lo pronuncia. Por encima estará siempre la conciencia, que obliga en cada caso a discernir entre lo bueno y lo malo.