Nuestros políticos nos acostumbran al espectáculo. Es la tónica mayoritaria, aunque haya que reconocer algunas excepciones. Les cuesta hacer algo si no dramatizan, exageran o mienten. Si sacan adelante una ley, esta se convierte en el gran avance legal y social; no importa que después no se cumpla. Si se trata de elegir a un funcionario, siempre se escoge a alguien eminentísimo, que con frecuencia no lo es tanto o pierde la calidad de eminente cuando se enfrenta con algún grupo político. El concepto de moralidad de los diputados raya lo absurdo. Varía y oscila según el calificado con moralidad notoria esté a favor o en contra del pensamiento político del diputado. Si apoya, es ético; si disiente, algo de inmoral tiene. Al final, los diputados se convierten en los máximos dictaminadores de qué es moral y qué no lo es. ¿Y ellos? Deberían preguntarse por qué están al final de la lista de la confiabilidad ciudadana en las instituciones.
En el tema de la elección del Fiscal General de la República, abunda la hipocresía. Mientras se discute si ha sido constitucionalmente elegido o si su elección es nula, si tiene las cualidades adecuadas o no, si debe renunciar o no a su cargo, se olvida algo fundamental. Tenemos una Fiscalía General mal dotada de recursos y, por lo mismo, bastante ineficaz en la persecución del delito. Le es casi imposible investigar a los políticos en el poder o a las grandes fortunas del país. No se atreve a seguir las recomendaciones de investigación emitidas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. A los pobres fiscales se les recarga en ocasiones con decenas de casos. Al final, investigan solamente aquellos crímenes que han tenido publicidad mediática o que cuentan con presión social para que se aborden. Homicidios cometidos a cara descubierta y perpetrados ante más de 10 personas son olvidados y no se llama a ninguno de los testigos a declarar, identificar fotografías de posibles delincuentes, dar detalles que pudieran ser significativos para la investigación. Y esto no por mala voluntad, sino por amontonamiento de casos y por verse obligados a elegir aquellos que tienen detrás a gente que exige investigación y acción fiscal.
De un modo que raya la farsa, se quiere hacer creer a la gente que si se elige a un buen Fiscal General todo funcionará a la perfección. Y eso es simple y sencillamente mentira. En la memoria de labores 2011-2012 de la Fiscalía, se nos muestra que solo el 0.8% del presupuesto del país va para esta institución. Mientras el crimen organizado tiene recursos casi ilimitados, y en parte infiltrados en estructuras estatales y empresariales, la Fiscalía permanece con los suyos prácticamente estancados. La memoria de labores muestra también un gráfico de los últimos siete años en el que se ven líneas presupuestarias ascendentes tanto en el órgano judicial como en la PNC. La línea de la Fiscalía inicia un muy leve ascenso para luego bajar en los años más recientes. En general, se ve estática, lo que en nuestras circunstancias es algo fatal. En la reducción de homicidios ha tenido mucha más incidencia el pacto entre las maras que el accionar de la Fiscalía. Si alguien se diera a la tarea de buscar en los últimos treinta años un Fiscal General que haya sido eficaz contra el crimen y haya enfrentado con éxito la delincuencia, tendría que reconocer que no lo encuentra. Los hubo más honrados o menos honrados, más inteligentes o más parlanchines. Pero ningún Fiscal de las últimas tres décadas es un ejemplo de eficacia para las próximas generaciones. ¿Por culpa de ellos? No. Aunque más de uno ha contribuido a que en ocasiones el trabajo de la Fiscalía haya sido una verdadera farsa.
Desaprovechar una elección de Fiscal para evaluar la situación de la institución que presidirá implica una actitud políticamente irresponsable. Desde que las encuestas existen, la población viene quejándose sistemáticamente de lo difícil que es vivir en medio de una delincuencia tan extendida e impune. Y los políticos llevan diez elecciones de Fiscal sin reflexionar sobre la urgente necesidad de mejorar la dotación de personas, formación y recursos para la Fiscalía. El Presupuesto General sigue haciéndose sin tener en cuenta las necesidades de la institución y de El Salvador. Y este no es un fenómeno solo de los veinte años de Arena, sino que hay que añadirle los cinco años de Duarte, unos más antes de él y por supuesto los tres actuales. Caminamos demasiado despacio en todo lo que es esencial y adornamos fácilmente nuestra ineficacia con discursos que exageran la responsabilidad de quien dirige una institución tan pésimamente dotada.
La declaración de inconstitucionalidad de la elección del Fiscal posiblemente llevará a nuestros diputados a sacar de su armario verborreico las grandilocuencias habituales. Consuela que han prometido tratar el asunto sin tanta pérdida de tiempo ni delicias lingüísticas como las que vomitaron en los dos meses que demoraron en llegar a una solución racional en su pleito con la Sala de lo Constitucional. Que lleguen pronto a un acuerdo de nombramiento es positivo. Pero esta pandilla de diputados irresponsables, en vez de pelear cuotas de poder, debería pensar más en El Salvador y lograr un acuerdo para dotar mejor a la Fiscalía de un modo rápido, progresivo y constante. Solo así empezaríamos los ciudadanos a recuperar un poco de confianza en estos señores que en ocasiones más parecen desvalijadores de recursos públicos que auténticos servidores de la patria. Con una Fiscalía mejor dotada será más fácil construir un perfil adecuado para su titular. Y se podrá evaluar su funcionamiento más responsablemente. Mientras esto no se haga, tendremos que seguir llamando hipócritas a los diputados, del color que sean, porque hablan y exigen mucho del cargo de Fiscal General, al tiempo que le limitan gravemente sus posibilidades de acción con la falta de recursos.