Quienes trabajamos en derechos humanos nos sentimos profundamente entristecidos por la violencia y el crimen. Sabemos que la violencia no tiene su origen en el actual Gobierno ni en la autoridad policial o militar. Pero nos preocupa, después de tantos años de sufrir múltiples formas de violencia, que no podamos superar sus efectos más terribles, como el homicidio, el hambre o la condena a la pobreza de una tercera parte de la población. En el pasado, el Estado fue protagonista de brutales crímenes. Cuando la Comisión de la Verdad dio su informe, hace 25 años, afirmó que había investigado aproximadamente 22 mil casos de graves violaciones a derechos humanos. De ellos, el 85% había sido cometido por el Estado y el 5% por las fuerzas guerrilleras del FMLN; del 10% restante no se pudo establecer la autoría dadas las condiciones de los sucesos y los pocos detalles que aportaban las víctimas. En este contexto, los defensores de derechos humanos nos sentimos gravemente preocupados cuando un crimen es protagonizado por un agente estatal o se da en un marco estatal. En esos casos, no importa que sean pocos. El Estado tiene que perseguir con especial ahínco y esfuerzo cualquier delito que se cometa en su seno, desde la corrupción a, todavía peor, delitos contra la vida.
En ese contexto, urge dedicar especiales esfuerzos a la investigación de la desaparición de Carla Ayala. El crimen cometido contra esta agente de la PNC se puede catalogar como un delito de desaparición forzada, dado el contexto en que ocurrió. Y como toda desaparición, es un delito permanente mientras no se encuentre, viva o muerta, a la persona afectada. La desaparición implica, además, todo un conjunto de delitos y sufrimientos tanto para el desaparecido como para sus familiares. En determinadas situaciones, la desaparición forzada es considerada delito de lesa humanidad. En otras palabras, estamos ante algo muy grave. Y aunque la situación de la víctima es lo que más nos duele e impacta, nos preocupa también que el Estado, después de una época en que parecen superados los terribles abusos del pasado, pueda ser acusado de nuevo de delitos de lesa humanidad.
El caso de Carla es especialmente doloroso porque se trata de un miembro de la PNC que es pareja de otro policía. No puede ser que además de ser objetivo de las pandillas, de enfrentar una violencia endémica y epidémica, los agentes tengan que sufrir abusos al interior de su propia institución. Abusos que se multiplican cuando la investigación no es la adecuada o cuando el apoyo a los familiares es escaso o nulo. Quienes por profesión o por principios defendemos y animamos a las víctimas, debemos presionar a las autoridades para que resuelvan adecuadamente el caso de Carla Ayala. Todas las víctimas merecen nuestro apoyo y respeto. Pero no se puede permitir que entre quienes están encargados de proteger a la ciudadanía se produzcan este tipo de delitos. Los ciudadanos estaremos totalmente indefensos, o al menos peligrosamente vulnerables, si eso pasa al interior de la PNC y el caso queda impune o no es aclarado a plenitud, con todos los responsables debidamente investigados y judicializados según sea su responsabilidad.
Cuando los defensores de derechos humanos criticamos acciones o comportamientos policiales, no quiere decir que despreciemos o nos guste atacar a la institución. Todo lo contrario. Conocemos lo indispensable de la labor policial en la construcción de una sociedad pacífica, mucho más importante que la existencia o no existencia del Ejército. Por ello, nos duele especialmente el crimen contra Carla Ayala, y exigimos verdad y justicia en el caso.