La fuerza del martirio

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Al celebrar el treinta aniversario de la masacre de los seis jesuitas, Elba y Celina es indispensable contemplar el valor y la fuerza que tienen sus testimonios de una solidaridad humana que lleva incluso a enfrentar la muerte para defender la vida. Porque en el caso del que hablamos esa es la realidad. Este grupo de personas se empeñó durante nuestra guerra civil en la tarea de solidaridad más importante que los seres humanos podemos tener: salvar vidas. Efectivamente, desde 1981, poco después de la ofensiva guerrillera de ese año, los jesuitas comenzaron a pedir la finalización rápida de la guerra a través del diálogo y de la atención a los derechos de los pobres. Mientras el conflicto armado se prolongaba y el diálogo y la negociación permanecían mudos o estancados, la defensa de los derechos de campesinos, habitantes de zonas marginales, personas en general empobrecidas y doblemente golpeadas por la guerra se convirtió en el segundo gran objetivo de la actividad de estos sacerdotes universitarios. Ellacuría, que tenía entre ellos un indiscutible liderazgo, repetía enfáticamente lo ya dicho: su objetivo prioritario mientras durara la guerra era salvar vidas.

Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, decía que la virtud más característica del martirio era la fortaleza. El martirio presupone amor cristiano, pero a la hora de arriesgar y entregar la vida se necesita una enorme fortaleza. Los mártires salvadoreños, empezando por monseñor Romero, fueron ejemplares al mostrarse fuertes en la fe. Y los jesuitas lo fueron durante un tiempo prolongado, nueve años de guerra civil, enfrentándose, desde la inteligencia, el estudio y la razón de unos pocos, a una maquinaria de matar con multitud de propagandistas, que convertía a los seres humanos en poco menos que animales depredadores. La masacre de El Mozote, con el asesinato masivo de niños, no deja duda de ello.

Pero la fortaleza de los mártires no es algo del pasado: continúa generando fuerza frente a los poderes establecidos. Ciertamente, sus figuras siguen creciendo treinta años después, mientras que los rostros de quienes hace tres décadas parecían inexpugnables van opacándose y quedando reducidos a recuerdos de cómo las armas, la riqueza o la política pueden llevar a la deshumanización. En los mártires se acaba verificando ese deseo humano tan profundo, en medio de las historias de muerte y brutalidad, de que el verdugo no prevalezca sobre las víctimas. Y genera también en el espíritu de muchos jóvenes el deseo de ser radicalmente humanos, de no ceder ante quienes se creen superiores y oprimen o maltratan a los demás. Los jóvenes, cuando se detienen a pensar en su propia interioridad e identidad, prefieren inspirarse en los mártires que contemplar como ideal de vida a quienes están rodeados de riqueza, lujos y cinismo.

Los cristianos solemos considerar este perdurar de los mártires en la historia y este triunfo en el tiempo de la víctima sobre el victimario como muestras iniciales de lo que esperamos: la resurrección. Pero más allá de la fe cristiana, también en la historia humana el mártir, el testigo de valores, la víctima inocente termina triunfando sobre la brutalidad del opresor. No cabe duda de que los judíos masacrados en los campos de concentración nazis eran más dignos que sus guardianes. O que los japoneses olvidados de Hiroshima y Nagasaki tienen mucha más dignidad humana que quienes decidieron arrojar las bombas atómicas sobre estas ciudades mártires. O que los niños de El Mozote, con su primavera vital interrumpida por las balas, representan para la humanidad una luz mucho más esplendorosa y vibrante que la que se refleja en los entorchados y condecoraciones de los uniformes militares.

Los niños de El Mozote nos hablan de esperanzas truncadas, pero también de esperanza y exigencia de un mundo que sepa cuidar adecuadamente de la ternura de esas pequeñas vidas en flor. Junto con ellos, los mártires de la UCA son parte de la historia real de lo humano y de lo que humaniza. Son fuerza permanente que pone en nuestros corazones una conciencia samaritana y nos impulsa a la construcción de un futuro más fraterno. “La crueldad de ustedes es la gloria nuestra”, decía a los perseguidores un cristiano defensor de los mártires en el siglo III. Hoy podemos repetir que la crueldad del presente y del pasado inmediato nos llama siempre a poner el sentido profundo de humanidad por encima de toda fuerza bruta y abuso. Y la memoria de los mártires y las víctimas nos fortalecen en esa tarea.


* José María Tojeira, director del Idhuca.

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