En lugar de retomar la petición de Biden al Congreso de Estados Unidos de legalizar de una vez por todas a los más de once millones de inmigrantes residentes en ese país, incluidos los salvadoreños, una tarea repetidamente postergada por los republicanos, Bukele ridiculizó al presidente estadounidense por confundir —algo normal en esos lances— ucranianos con iraníes. Dejándose llevar por sus repugnancias, dejó pasar una buena oportunidad para salir en defensa de la diáspora y pedir su legalización, fundamental para garantizar su estabilidad y su seguridad en Estados Unidos, y también para las remesas, que contribuyen en gran medida a mantener a flote a la economía nacional.
La coyuntura es favorable para impulsar la legalización de los inmigrantes, porque goza de amplio respaldo entre los sindicatos, los líderes religiosos y los empresarios estadounidenses de toda clase, que se benefician con su fuerza de trabajo. La apertura occidental para acoger a los millones de emigrantes de Ucrania es otro argumento a favor de los inmigrantes en Estados Unidos. Es el momento para presionar a los republicanos para que cambien de actitud y les ofrezcan una salida viable. La indiferencia presidencial ante la realidad de la diáspora pone de manifiesto un interés meramente electoral. En un cálculo aventurado, Bukele piensa compensar con ella el desgaste de su popularidad interna.
Regodearse cáusticamente en el lapsus del presidente estadounidense es un error diplomático garrafal e innecesario, y una descortesía, consecuencias de poco olfato político. Las aversiones presidenciales son tan viscerales como las de un menor de edad. La inmadurez se encuentra en muchos adultos, pero el presidente de una república debe esforzarse por ser más serio. El lapsus pedía un silencio cortés y elegante. La guerra de Ucrania, en cambio, exige una palabra de condena. En este caso, el silencio es falta de sentido de lo humano y desconocimiento de la política internacional. Mientras Bukele gasta centenares de miles de dólares en cabilderos de Washington que rehabiliten su maltrecha imagen, hablar cuando debiera permanecer callado y permanecer en silencio cuando debiera hablar, echa por tierra los esfuerzos de sus intercesores y los dólares de los salvadoreños.
Uno de sus aliados justificó el silencio sobre la guerra de Ucrania aduciendo que “hay otros problemas más graves”. Difícilmente existe un problema más grave en este momento, dado el sufrimiento humano, la devastación material, el caos económico y la posibilidad real de una debacle nuclear. En cualquier caso, Bukele tampoco se hace cargo de la realidad nacional. Ignora el alza de los derivados del petróleo y de la inflación, vinculadas directamente con esa guerra. Solo se ocupa de los intereses de su familia y de sus socios comerciales. Su vicepresidente terció alegando que “el no pronunciarse es una forma de pronunciarse”, otro sinsentido.
Ulloa no tardó en modificarlo, al solicitar continuar con el esfuerzo diplomático para encontrar una salida política a la guerra, ya que “estamos convencidos que el multilateralismo [mantiene] el equilibrio y [la] armonía entre las naciones”. Eso sí, sin presiones externas, uno de los mantras del oficialismo. Y, agregó, contradictoriamente: “Tenemos una firme vocación de paz, hemos sufrido los efectos de una guerra […] pero tuvimos la suerte de encontrar los caminos para desmontar las maquinarias de guerra, y reconocemos el papel de las Naciones Unidas en estos esfuerzos”. El vicepresidente olvidó que sin la injerencia de Washington, Moscú, La Habana y Naciones Unidas, esa paz de la que hace alarde no habría sido posible. Quizás no entiende bien el multilateralismo y sus consecuencias o quizás está a favor de los que están en contra y en contra de los que están a favor.
Las extravagancias han encumbrado en la fama a Bukele. Pero esa fama es efímera. No sobrevivirá al bitcóin, a los megaproyectos, al hospital de mascotas y a los cubos. Esa fama es “transitoria”, advierte el papa Francisco, en su mensaje del Miércoles de Ceniza recién pasado. Es “un disparate al que tendemos cuando la admiración de los hombres y el éxito mundano son lo más importante para nosotros, la mayor gratificación”. La fama “es una ilusión, es como un espejismo que, una vez alcanzado, nos deja con las manos vacías. La inquietud y el descontento están siempre a la vuelta de la esquina para aquellos cuyo horizonte es la mundanidad, que seduce, pero luego decepciona”. Quienes viven para el reconocimiento “nunca encuentran la paz, ni saben tampoco cómo promoverla”.
“La verdadera y definitiva recompensa, el propósito de la vida”, continúa el papa, es “la recompensa del Padre”. Pero esta desaparece del horizonte de quienes viven para la fama, porque no solo “pierden de vista al Padre”, sino también “a sus hermanos y hermanas”. En realidad, “es un riesgo que todos corremos, por eso, Jesús nos advierte: ‘Tengan cuidado’”, para “no dejarse deslumbrar por las apariencias, persiguiendo recompensas baratas, que se desvanecen en nuestras manos”.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.