El Gobierno saliente atribuye con pasmosa seguridad el aumento de los homicidios de policías y militares a las pandillas, que de esa manera pretenderían chantajear a la administración de Nayib Bukele, a la cual ya le habrían hecho llegar un pliego de peticiones con la intención de negociar una nueva tregua. El incremento de los asesinatos de policías y soldados, y también de ciudadanos, es incuestionable y lamentable. Lo discutible es la explicación oficial, porque los voceros del Gobierno saliente no tienen ninguna prueba. Si la tuvieran, la hubieran exhibido. La prensa tradicional, tal como es su costumbre, ha reproducido esas afirmaciones en grandes desplegados sin cuestionarlas. De hecho, el Consejo de Seguridad habla de hipótesis; por tanto, de una suposición sin pruebas. De esa manera, otorgan apariencia de certeza a algo que no es más que especulación. De todas maneras, cabe reconocer que la explicación parece convincente, sobre todo porque justifica la política actual de seguridad.
Lo más graves es que ni el Vicepresidente, ni su ministro de seguridad, ni su director de la Policía conocen a ciencia cierta el motivo detrás de esos crímenes. Sin conocer sus motivaciones, tampoco se pueden combatir eficazmente. Dicho de otra manera, el segundo Gobierno del FMLN concluye su mandato a ciegas en una cuestión de máxima relevancia para la vida de la población y de los agentes gubernamentales, para la seguridad ciudadana y para la estabilidad de la nación. Sus acciones tienen mucho de palos de ciego. Una prueba lamentable de la incapacidad de los Gobiernos del FMLN, la cual se observa también en el descuido del medioambiente, otro tema de seguridad, tal como lo muestra la improvisación en el paso por Los Chorros. El derrumbe pudo evitarse, así como los incontables accidentes de tránsito. Los ensayos de previsión resultan fútiles cuando falta planificación y responsabilidad, como en la Biblioteca Nacional, los hospitales y las escuelas.
Desde otra perspectiva, el nuevo pico de homicidios pone en evidencia la debilitad institucional de la Policía y el Ejército. En una década, no han podido garantizar la seguridad de agentes y soldados, muchos menos de la ciudadanía en general. El notable aumento de homicidios en las últimas semanas, más de diez diarios, pone de manifiesto que tanto su descenso como su aumento no están relacionados con la política de seguridad, sino que obedecen a otras fuerzas fuera de control. Si estuvieran bajo control, hubieran podido prevenir la nueva ola de homicidios. Así, la Policía y el Ejército se limitan a sufrir las consecuencias de su imprevisión y a lanzar amenazas y condenas. Sin trabajo de inteligencia, la represión del crimen es ciega. No hace mucho, el Gobierno del FMLN se congratulaba del descenso de los homicidios y lo atribuía a su exitosa política de seguridad. Si, como alega, esta es tan acertada, por qué no ha impedido su aumento. Si el motivo es un chantaje, por qué no ha intervenido eficazmente para cerrarle la puerta. Si la finalidad es negociar las medidas represivas, con qué autoridad demanda al Gobierno entrante abstenerse de modificar la política de seguridad.
El Gobierno del FMLN no tiene solvencia para imponer exigencias al entrante, aparte que no deja de ser un atrevimiento. Sus exigencias parecieran más bien un intento de transformar un estruendoso fracaso en un éxito. Incomprensiblemente, los funcionarios del FMLN colocan el orgullo partidario por encima de la seguridad de la población, incluidos policías y soldados, y los familiares de estos. La dispersión y la incidencia de la violencia evidencian, junto con la incapacidad para aumentar la recaudación fiscal, la debilidad del Estado y, en concreto, el fracaso de la política actual de seguridad, incluidas las llamadas medidas extraordinarias. Algo de lo que el Gobierno entrante debiera tomar nota.
La realidad pone de manifiesto que la represión no es la solución a la violencia social. No deja de sorprender que el Gobierno de un partido que se dice revolucionario y socialista favorezca la represión como gran respuesta a los desafíos sociales, al igual que los regímenes de la dictadura militar. Es la misma respuesta del Gobierno de Ortega-Murillo de la vecina Nicaragua y también de Venezuela. Es insensato que los funcionarios salientes exijan al Gobierno entrante conservar inalterada una política de seguridad desautorizada por la tasa de homicidios —sin mencionar otros crímenes—. Esa política, excepto el programa “Yo cambio”, es un fiasco. Por eso, este Gobierno se ha limitado a recoger los cadáveres de los asesinados con despliegue mediático, incapaz de prevenir, de proteger y de identificar a los criminales y sus motivaciones.