En El Salvador nos gusta tanto hablar de lo inmediato que a lo largo del año apenas se ha mencionado el hecho de que estamos recordando los 500 años de la Reforma protestante. Generalmente, se fecha el inicio de la Reforma en 1517, cuando Lutero fijó sus 95 tesis sobre el tema de las indulgencias y otros aspectos en la puerta de la catedral de Wittemberg, Alemania. Sin embargo, el espíritu de reforma venía siendo urgente en la Iglesia a lo largo de toda la Edad Media. Se habían dado diversos movimientos de reforma, algunos de los cuales había sido plenamente católicos, como el movimiento que dio origen a la orden franciscana, y a San Francisco en particular, varios siglos antes que Lutero. La revolución de la imprenta había llevado a nuevas ediciones de la Biblia. El amor a la Sagrada Escritura se expandía por toda la cristiandad culta. Las primeras ediciones de la Biblia en imprenta fueron católicas. Algunas de ellas fueron monumentales, como la Biblia Políglota Complutense, publicada en hebreo, griego y latín, junto a algunas partes en arameo. Su versión corregida del Nuevo Testamento, en griego y latín, fue la primera publicación en imprenta del texto sagrado en la lengua original. La edición del Antiguo Testamento se terminó hasta el año de 1517. Erasmo de Rotterdam, que siempre se mantuvo católico, aunque crítico con los problemas de la Iglesia, publicó también una edición del Nuevo Testamento en griego, en 1917, que le serviría después a Lutero para su traducción al alemán, así como para la traducción posterior al inglés del Nuevo Testamento en la Biblia del rey Jacobo. El deseo de reforma inundaba la Iglesia y de hecho se comenzaron prácticamente al mismo tiempo tanto una reforma católica como otra protestante.
La cercanía al poder temporal, la equiparación de algunas funciones eclesiásticas con la nobleza feudal y la riqueza de la Iglesia católica provocaron muchos de los esfuerzos de reforma que se dieron en aquel tiempo. La manipulación política de los sentimientos reformistas por parte de los poderes imperiales y nobiliarios de aquel entonces llevó a la ruptura. Hubo abusos de todas las partes. La Inquisición española, especialmente, persiguió con crueldad, al menos durante los primeros años tras la reforma protestante, cualquier brote que oliera a cercanía con las doctrinas de los rebeldes. Incluso el arzobispo de Toledo, el dominico Bartolomé Carranza, de fuerte trayectoria católica y de espléndida generosidad cristiana, estuvo injustamente preso en las celdas de la Inquisición durante ocho años, en un largo proceso que continuó en Roma hasta su absolución final. Los anabaptistas fueron masacrados por los mismos protestantes. Las guerras de religión asolaron Europa, no tanto porque la religión llevara a ello, sino por la manipulación que los poderosos hicieron de los sentimientos religiosos.
Hoy, quinientos años después, las Iglesias cristianas se han acercado entre sí. En 1999, la Iglesia católica y la luterana firmaron una declaración con una misma interpretación de la justificación por la fe, que había sido una de las causas de la ruptura en el pasado. A ello se han ido uniendo otras Iglesias históricas, como la metodista y la Comunión de las Iglesias Reformadas. Los pasos de reconciliación han sido muchos desde el Concilio Vaticano II, tanto en la acción conjunta ante desastres como en el trabajo teológico, e incluso en la doctrina. Fruto de esta colaboración fue el excelente trabajo conjunto que las Iglesias históricas y la católica realizaron en El Salvador durante el terremoto de 1986, celebrando incluso la fe cristiana juntas, además de compartir bienes y servicios a la población. A pesar de que algunos fundamentalistas continúan con una especie de odio absurdo contra quienes no piensan en todo como ellos, la tendencia general de las Iglesias es a crecer en la acción conjunta, en la oración ecuménica y en el diálogo teológico.
Recordar hoy la Reforma y los errores del pasado nos ayudará sin duda a todos a reflexionar sobre la necesidad de unirnos cada vez más en nuestro país. Un país donde el 90% de la población se considera creyente y miembro de alguna Iglesia cristiana, y donde, por tanto, deberíamos emprender juntos tareas en favor de El Salvador. La pobreza, la violencia, las carencias e insuficiencias de la política y de los partidos frente al problema de la corrupción deberían ser temas de preocupación conjunta, de diálogo y de posiciones comunes. La división de las Iglesias no hace más que abonar a la división del país. Y un país dividido no tiene esperanza de desarrollo. Y así parece que estamos, por mucho que el discurso político diga otra cosa. No tenemos, o casi no, proyectos reales de realización común. La migración sigue siendo una especie de desangramiento nacional, pues mucha gente no quiere estar en nuestra tierra, se marcha fuera, e incluso recientemente se ha dado el caso de dos suicidios de salvadoreños en México cuando vieron que se acercaba el día de su deportación. Las Iglesias deben decir en conjunto una palabra moral y buscar un alto a toda esta dinámica de división y enfrentamiento entre hermanos. Lo que tardamos en las Iglesias en entendernos, e incluso con las carencias que aún permanecen en algunos sectores, es un aviso sobre la división como enfermedad social. Una enfermedad asentada sobre la realidad de una sociedad desigual, violenta, que empuja a sus hijos fuera de su patria. Reflexionar hoy sobre la Reforma de hace quinientos años puede ayudarnos también a reflexionar sobre El Salvador.