La reforma constitucional y la moral pública

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Manuel Escalante
15/03/2012

La Constitución es la norma que contiene el contrato social que un pueblo se dicta a sí mismo, es decir, es la norma suprema del ordenamiento jurídico de un Estado, que hace posible el autogobierno del pueblo. Es un requisito necesario para su aprobación, por tanto, la participación de todo el pueblo en su elaboración y discusión, pues solo de esta manera dicha ley será digna de llamarse Constitución para un Estado democrático. Cae por su propio peso, entonces, que cualquier reforma posterior a su texto también debe contar con la participación del pueblo, esto es, debe responder no solo a los intereses de una parte del mismo. Para ello, es idóneo que se abra un debate sereno, tolerante y racional en el que los ciudadanos participen en libertad, expresando opiniones, intereses y deseos, individual o colectivamente, según les parezca.

El verdadero Estado democrático se construye sobre el debate, en el intercambio de ideas y sobre razonamientos justificados, en el que se debe permitir la participación de cada ciudadano y de las asociaciones que estos integran, cuando así lo exijan o deseen. No abrir un espacio para el debate e imponer la opinión de solo una parte del pueblo, sin una discusión social previa y seria, es propio de comportamientos dictatoriales. Lo cual es aún más preocupante cuando de una reforma constitucional se trata. Por otro lado, y en atención a lo anterior, ninguna autoridad e institución pública, así como ninguna asociación privada, puede arrogarse la atribución de determinar lo que se entiende por moral pública. En un Estado constitucional y democrático, la moral pública está plasmada en la Constitución misma, la que se extrae interpretando su texto. Debiendo estar orientada esta moral pública, como todo el contenido de la Constitución y las funciones del Estado, a favor de los derechos de las personas.

Si bien es indiscutible la relevancia social de las Iglesias cristianas en nuestro país, su importancia no las convierte en las únicas instituciones capaces de opinar sobre la moralidad pública. Si acaso monopolizan la definición de alguna moralidad, esta solo puede ser la individual, cuando la persona así lo consintiera desde su libre conciencia. Las Iglesias, sin duda, podrán aportar insumos en la interpretación que hagan las autoridades estatales sobre la moralidad pública, pero deberán hacerlo en igualdad de condiciones y con las mismas oportunidades que cualquier otra organización u asociación. En el nacimiento mismo del concepto de Estado se resolvió la relación entre lo divino y lo humano, a favor de la separación de ambos.

El texto constitucional se puede reformar, no hay duda al respecto; pero ello siempre y cuando sea en los casos permitidos por la misma Constitución y según el procedimiento por ella impuesto. Ahora bien, es necesario que la reforma sea el resultado de un consenso o acuerdo mayoritario de la sociedad, y nunca de la imposición de una idea sin discutir, aunque esté disfrazada con el argumento de atender a algún principio o valor constitucional. Por la naturaleza misma de la Constitución, como contrato social del pueblo, la Asamblea Legislativa, entonces, no puede reformarla sin participación social o escuchando solo a una parte de la sociedad. En la consolidación de una democracia, iguales efectos negativos provocan los comportamientos dictatoriales, sin importar que provengan de una élite sociopolítica o de unas mayorías electorales. La democracia constitucional no es la dictadura de las mayorías; en todo caso, se debe proteger a las mayorías y a las minorías, siendo ahí donde reside la esencia democrática.

En ese sentido, la Asamblea Legislativa —cada uno de los diputados que la componen, propietarios y suplentes por igual—, en su calidad de representante del pueblo salvadoreño, no debe actuar como autómata frente a las presiones de asociaciones privadas que exijan reformas en el texto constitucional sin discusión previa. Algo de esto sucedió durante la discusión de la reforma constitucional que se pretendía ratificar para impedir el "matrimonio" entre personas del mismo sexo. En esa coyuntura, algunas asociaciones presionaron a los partidos políticos para que apoyaran la ratificación, amenazándolos con boicotear sus candidaturas a alcaldes y diputados en caso de que no cedieran. Esto a pesar de que hubo casi tres años para discutir tranquila, seria y ampliamente dicha reforma.

Actitudes como esta no son propias de una democracia para todos, de una verdadera democracia; más bien es la acción de aquel que quiere vivir en una "democracia" donde solo se decida según sus ideas y necesidades, junto con las de sus amigos y afines. La Asamblea Legislativa no debe olvidar que la moral pública se encuentra en la Constitución, no en la opinión de determinadas personas, instituciones u organizaciones privadas; como tampoco debe olvidar que esa moral se debe interpretar con la participación de todos los afectados e interesados. Preocupa, en suma, cuando la reforma planteada consistía en la limitación de derechos individuales y, aún más, cuando se justificaba desde un argumento moral, presentado como indiscutible. En un Estado democrático se espera que las reformas constitucionales estén orientadas a reconocer, fomentar y garantizar derechos, no a limitarlos o suprimirlos.

Sin entrar en la discusión de si el matrimonio entre personas del mismo sexo es algo "bueno" o "malo", es un hecho que existen uniones de pareja en estas circunstancias, establecidas con base en la libertad personal, cuya regulación escapa al derecho. Es esta situación la que debe corregirse en atención a la necesaria coherencia entre las leyes, ya que el derecho debe atender todo lo relativo a la vida social de los individuos, pero respetando su libertad. Por ende, cabe perfectamente regular jurídicamente la unión de cualquier pareja, dados los efectos jurídicos que esta pueda producir. El texto constitucional actual permite la interpretación a favor del reconocimiento civil de la unión de cualquier pareja; lo que significaría, en definitiva, el reconocimiento por parte del derecho de un acto inspirado en la conciencia y libertad individual de dos personas. Sin embargo, la reforma constitucional que la Asamblea Legislativa pretendía aprobar restringía esta posibilidad por su clara literalidad.

El meollo jurídico del asunto —que no por jurídico tiene poca importancia social y política— era, creo, que mientras la Constitución le reconoce a toda persona el derecho a contraer matrimonio, lo que abre la posibilidad de que se les reconozca efectos civiles a las uniones entre personas del mismo sexo, el Código de Familia no hace ese reconocimiento. Por tanto, con la reforma se pretendía restringir el derecho constitucional a contraer matrimonio a un determinado grupo de personas, por motivo de su preferencia sexual, para así mantener lo dispuesto en el Código de Familia. En otras palabras, erróneamente —aunque no sorprendentemente—, algunos diputados pretendían adaptar la Constitución al Código de Familia, y no a la inversa, como debe ser. Esta situación es cuestionable jurídica y socialmente desde la perspectiva del contrato social, pero aceptable e irrefutable, quizá, para aquellos que la observan desde el dogmatismo más recalcitrante que defiende, sin oír a otros, sus propios planteamientos.

En definitiva, a pesar de que esta problemática parecía no afectar a toda la sociedad, pues se repetía constantemente que solo interesaba al grupo cuyas uniones de pareja no son reconocidas legalmente, no deja de ser relevante para cualquier ciudadano. A toda persona debería interesarle aquello que incida en la democracia, sea a su favor o en su contra: en tanto ciudadano, me interesa saber si el país en el que vivo es democrático o no, y si es un país donde, sin menoscabo de mi dignidad, se me permite pensar y emitir opiniones, argumentadas y distintas a las expuestas por aquellos que, sin justificación, se autonombran "poseedores de la verdad, la moral y la justicia".

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Anónimo
17/03/2012
07:57 am
El papel de la iglesia es iluminar y brindar orientaciones en línea con la palabra de Dios que es una verdad revelada. La Iglesia acoge a la persona pero, a partir de esa verdad revelada, le invita a vivir en un estado de castidad y abstinencia y me refiero a las personas homosexuales (Catecismo de la Iglesia Católica en sus numerales 2357 al 2359). Las leyes terrenales las deciden las autoridades por lo cual su planteamiento me parece que surge de su conocimiento técnico y especialización. Me parecería más escandaloso que la Iglesia guardase silencio porque entonces dejaría de lado su papel de profeta.
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Anónimo
16/03/2012
09:20 am
la constitución no es un libro en el cual cada quien quiera puede escribir su ley y como toda ley prohíbe manda y permite, y es en este margen que los ciudadanos sugetos a ella devemos proseder, para vivir bajo la garantia de un orden constitucional.
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Anónimo
15/03/2012
18:23 pm
Lúcido planteamiento jurídico. La Constitución de la República no puede ser un anexo del libro de dogmas y fanatismos personales o de grupos.
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