Matteo Salvini es el vicepresidente y ministro del Interior del Gobierno italiano, y ha tomado una serie de iniciativas respecto a los migrantes que llegan en masa desde África que ha escandalizado a toda persona con hondo sentido de humanidad. Ha amenazado a los barcos que recogen migrantes que salen de Libia y están a punto de naufragar en el Mediterráneo, diciéndoles que solamente verán los puertos italianos en fotografía. Personas empobrecidas, desesperadas por guerras o por la pobreza, que miran a Europa como nuestros salvadoreños han mirado a Estados Unidos, se encuentran hoy con este ministro italiano que tiene un lenguaje agresivo y de clara fobia a los migrantes, que no recuerda que muchos italianos migraron también en el pasado por razones parecidas a países que los recibieron mejor de lo que él está haciendo con los africanos.
Y lo peor de todo esto es que mezcla esa fobia al extranjero pobre con la religión. Ahora, al mismo tiempo que desecha y descarta a los migrantes, propone que se coloque un crucifijo en todos los establecimientos públicos, en un lugar visible e importante, como muestra de la cultura y tradición italiana, sin darse cuenta de que el rostro de Cristo es más importante verlo en un migrante que en una imagen. Como él, son muchos los que hablan de religión y desprecian al pobre, los que dicen que creen en el injustamente condenado a la pena de muerte en la cruz y defienden la pena de muerte en silla eléctrica o en inyección letal, los que dicen que creen en Dios y matan al prójimo. Ciertamente, veneran a un dios que ni es cristiano ni existe realmente, al menos con esas cualidades de justificar el maltrato del prójimo o su muerte.
Esto mismo se lo ha recordado a Salvini el director de una importante revista, oficiosamente vinculada al Vaticano, La Civiltà Cattolica. Le ha dicho que “la cruz es una señal de protesta contra el pecado, la violencia, la injusticia y la muerte. No es nunca una señal de identidad”. Y mucho menos, diríamos nosotros, un adorno que nos deje tranquilos en nuestra comodidad y en esa conciencia individualista y egoísta que desprecia a los pobres, débiles, migrantes o maltratados por las diversas injusticias del mundo en que vivimos. Como decían nuestros obispos reunidos en Puebla, México, no es plenamente cristiano quien es incapaz de contemplar el rostro sufriente de Cristo en niños golpeados por la pobreza antes de nacer, en jóvenes desorientados, en campesinos empobrecidos, en trabajadores mal pagados, en marginados urbanos, en subempleados y desempleados, en ancianos olvidados y condenados a convertirse en desecho de la sociedad.
En nuestra sociedad, como en muchos de los que votaron por Salvini, abunda la indiferencia ante el pobre, el rechazo al mismo, el irrespeto sistemático a su dignidad. En gremiales empresariales, en política, más allá del discurso tan lleno de promesas como de mentiras, en nuestras burbujas de bienestar, abunda demasiado esa hipocresía que lleva a dividir el mundo en buenos y malos, tratando de establecerse a sí mismos, desde la comodidad y el lujo, como los perfectos y los buenos. Se discute el tema de la pensión para una minoría y se deja a la mayoría de la población abandonada a su suerte. Se mantienen dos sistemas de salud pública con diversas prestaciones según sea la capacidad de cotizar o no cotizar de la gente, como si el dinero abriera la puerta a ese derecho a la salud que es universal.
Los violadores de derechos humanos tienden a quedar en libertad mientras que a los jóvenes de los barrios suburbanos se les considera sospechosos y se les encarcela tras redadas masivas sin tener en cuenta la presunción de inocencia. Quienes derrochan agua o se enriquecen con ella se consideran con más derechos a gestionarla que quienes tienen sed o un acceso indecente a la misma. Como tenemos migrantes, y son en buena parte la garantía real de la lucha contra la pobreza y una fuente de ingreso para los ricos, molesta la hipocresía de Salvini o la brutalidad de Trump. Pero ambos no son más que un llamado de atención para nuestras propias hipocresías y para crecer, mucho más de lo que ahora hacemos, en respeto a los derechos humanos y a la dignidad de las víctimas.
* José María Tojeira, director del Idhuca.