El papa Francisco canonizó este domingo 12 de mayo a 800 italianos asesinados en 1480 en el asedio de Otranto, en la costa adriática del sudeste de Italia, por los turcos otomanos que saquearon la ciudad, mataron a su arzobispo y exigieron a los ciudadanos que se rindieran y se convirtieran al islam. El papa Clemente XIV los beatificó en 1771, y este año fueron declarados santos. En un folleto entregado a los asistentes, se afirma que el "sacrificio" de los mártires de Otranto debe situarse "en el contexto histórico de las guerras que determinaron las relaciones entre Europa y el Imperio otomano durante un largo período".
También se canonizó a dos mujeres latinoamericanas. Una, la madre Laura Montoya (1877-1949), quien fundó una congregación religiosa para trabajar por la educación de los indígenas en las zonas más pobres de Colombia. Su proceso de canonización lo iniciaron las misioneras de su hermandad en 1963; y Juan Pablo II la beatificó en 2004. La otra, la madre Guadalupe García Zabala (1878-1963), mexicana, conocida como "madre Lupita", quien fundó la congregación Siervas de Santa Margarita María para cuidar enfermos y necesitados. Las canonizaciones fueron aprobadas por el papa Benedicto XVI, poco antes de anunciar su renuncia.
Ahora bien, ¿cuáles son los valores humanos y cristianos que el papa Francisco ha destacado en sus primeras canonizaciones? Si la veneración es la actitud que percibe y honra al otro en su condición de persona diferente, ¿en qué rasgos alternativos inspiran e interpelan estos nuevos santos y santas al mundo de hoy? Respondamos desde la homilía del obispo de Roma durante la ceremonia de canonización. Tres fueron los énfasis hechos.
Primero, la santidad del martirio colectivo, fidelidad total hasta la entrega de sí mismo. El papa Francisco, refiriéndose a la multitud de mártires de Otranto (800 personas), recordó que su fe fue la fuerza que los hizo permanecer fieles en los momentos de asedio e invasión. Fe que los hizo ver más allá de los límites humanos y que les posibilitó confiarse a Dios, de donde derivan las fuerzas del espíritu y la serenidad. Y centrando la mirada en el presente, exhortó a que "mientras veneramos a los mártires de Otranto, pidamos a Dios que sostenga a tantos cristianos que, precisamente en estos tiempos, y en tantas partes del mundo, todavía sufren violencia, y les dé el valor de ser fieles y de responder al mal con el bien". Estas palabras del pontífice nos recuerdan uno de los rasgos centrales del martirio: no hay fidelidad sin sangre, es decir, sin reciedumbre en la entrega, que no solo ha de ser respetada y venerada, sino también imitada.
Segundo, la santidad de la solidaridad, antídoto contra la indiferencia y el individualismo. De la primera santa colombiana, Laura Montoya, el papa dijo que fue un "instrumento de evangelización, primero como maestra y después como madre espiritual de los indígenas, a los que infundió esperanza, acogiéndolos con ese amor aprendido de Dios, y llevándolos a Él con una eficaz pedagogía que respetaba su cultura y no se contraponía a ella". Enfatizó que ella "nos enseña a ser generosos con Dios, a no vivir la fe solitariamente —como si fuera posible vivirla aisladamente—, sino a comunicarla, a irradiar la alegría del Evangelio con la palabra y el testimonio de vida allá donde nos encontremos. (...) Nos enseña a ver el rostro de Jesús reflejado en el otro, a vencer la indiferencia y el individualismo, que corroe las comunidades cristianas y corroe nuestro propio corazón, y nos enseña a acoger a todos sin prejuicios, sin discriminación, sin reticencia, con auténtico amor, dándoles lo mejor de nosotros mismos y, sobre todo, compartiendo con ellos lo más valioso que tenemos: Cristo y su Evangelio".
Por último, la santidad del amor compasivo, antídoto contra el aburguesamiento. Según el papa, la santa mexicana Guadalupe García Zavala renunció a una vida cómoda para seguir la llamada de Jesús; enseñaba a amar la pobreza, para poder amar más a los pobres y los enfermos. Rememoró que "la madre Lupita se arrodillaba en el suelo del hospital ante los enfermos y ante los abandonados para servirles con ternura y compasión. Y esto se llama ‘tocar la carne de Cristo’. Los pobres, los abandonados, los enfermos, los marginados son la carne de Cristo. Y la madre Lupita tocaba la carne de Cristo y nos enseñaba esta conducta". Por otro lado, el papa lamentó el daño que hace la vida cómoda y el bienestar, porque ambos pueden conducirnos al aburguesamiento del corazón, que nos paraliza en el testimonio de amor que hemos de dar en la vida diaria. Explicó, además, que esta nueva santa mexicana "nos invita a amar como Jesús nos ha amado, y esto conlleva no encerrarse en uno mismo, en los propios problemas, en las propias ideas, en los propios intereses, en ese pequeño mundito que nos hace tanto daño, sino salir e ir al encuentro de quien tiene necesidad de atención, comprensión y ayuda, para llevarle la cálida cercanía del amor de Dios, a través de gestos concretos de delicadeza y de afecto sincero".
El vicario de Pedro, pues, ha hablado claro. Este mundo necesita de referentes creíbles —de palabra y de vida— que, recios en la entrega, en la compasión y en el servicio a los demás, especialmente a los pobres, inspiren en el compromiso por una civilización humanizada e interpelen las diferentes formas de egocentrismo en las que podamos encontrarnos. Con respecto a esto último, dejó planteadas las siguientes preguntas: ¿estoy atento a los otros?, ¿me percato del que padece necesidad?, ¿veo a los demás como hermanos y hermanas a las que debo amar? Las interrogantes del papa traen a la memoria la gran pregunta de Dios a los seres humanos hecha en el libro del Génesis: ¿qué has hecho de tu hermano? Dicho en el lenguaje de los antiguos profetas, son las preguntas que nos remiten al examen del tipo de corazón que predomina en nosotros y en la sociedad: ¿corazón de piedra (indolente, apático, egoísta) o corazón de carne (compasivo, sencillo, cordial)? Los santos y santas nos ponen en el camino de la posibilidad de configurarnos desde un corazón de carne. De eso son ejemplos personas ya canonizadas como Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, santa Rosa de Lima, las hermanas Laura Montoya y Guadalupe García, entre tantos otros. Y más cercano en la historia y a nuestro país, aunque sin haber sido todavía canonizado oficialmente, monseñor Óscar Romero, un seguidor ejemplar de Jesús de Nazaret en tiempos de cruel represión y escandalosa injusticia social en los que vivía el pueblo salvadoreño. Conociendo su legado de opción por la justicia, los pobres y la defensa de las víctimas, qué duda cabe de que él es también un ejemplo luminoso de vida genuinamente humana y cristiana, que requiere el mundo de hoy.