La postura presidencial frente al 16 de enero es cínica. El presidente Bukele se vale de las víctimas para intentar rectificar el error garrafal que cometió al descartar los Acuerdos de 1992 como “pacto de corruptos”. Si en verdad honrara y respetara a las víctimas, pudo haberse ahorrado la descalificación de los Acuerdos y simplemente “decretar” el 16 de enero “Día de las víctimas”. La inesperada reacción social lo sorprendió. Por primera vez en casi tres décadas, las víctimas se apropiaron de la conmemoración del fin de la guerra, y con ello consiguieron silenciar el tuit presidencial. El desacierto fue tal que provocó el efecto contrario. Las víctimas encontraron su voz para relatar sus recuerdos y sus emociones, y para reclamar, una vez más, verdad y justicia. Casa Presidencial calculó mal al menospreciar los Acuerdos. Un ejemplo más de la burbuja en la que se mueve, insensible al sentir popular. Las explicaciones posteriores no pudieron aclarar el embrollo.
La retórica de Bukele desdeña los Acuerdos de 1992 porque sus protagonistas son sus enemigos más odiados, de donde deriva buena parte de su identidad política, y porque él no aparece en la foto. Aunque podría figurar si retoma el proceso donde Arena y el FMLN lo dejaron; si alivia la precaria situación de las víctimas, asume su defensa y se apropia de su reclamo de verdad y justicia; y si fortalece la defensa de los derechos humanos. Pero eso es inverosímil, porque aborrece a dichos partidos y porque los Acuerdos de 1992 son resultado del diálogo, de la negociación y del pacto, una actitud de antemano descartada del quehacer presidencial, empeñado en dividir, confrontar y diseminar odio.
Si las víctimas importaran, el presidente Bukele habría colaborado con el juez de la causa de El Mozote; habría abierto todos los archivos gubernamentales, incluidos los militares, tal como ha hecho Estados Unidos; habría condenado la participación de la Fuerza Armada en la represión del movimiento popular, en la implantación del terrorismo de Estado y en la violación sistemática de los derechos humanos; y, sobre todo, habría promovido el respeto irrestricto de estos. Aparte de ordenar retirar el nombre de un criminal de guerra de un cuartel y de una cena con representantes de las víctimas muy al comienzo de su mandato, el presidente ha mantenido la impunidad del Ejército, al igual que sus enemigos más aborrecidos.
Indudablemente, “Ellos [la guerrilla] mataron… dispararon… torturaron…”, pero no mataron, ni dispararon, ni torturaron de igual manera. El juicio es una simpleza de la retórica presidencial, que acomoda la realidad a sus conveniencias. La evidencia recogida por Naciones Unidas muestra que la inmensa mayoría de los crímenes de guerra fue cometida por la Fuerza Armada, la misma que el presidente ha convertido en uno de los pilares de su gestión. Argumentar que ambos bandos son igualmente responsables de los crímenes de guerra es argüir como lo hizo Arena inmediatamente después de la guerra.
Esta no es la única diferencia. La Fuerza Armada torturó, asesinó y desapareció para defender al régimen oligárquico de entonces, el mismo que ahora, transformado en capital corporativo y financiero, respalda al presidente Bukele. Si ese régimen hubiera permitido reformas socioeconómicas, como la reforma agraria, elecciones libres y libertad de pensamiento y de expresión, no habría habido guerra. Mons. Romero y la UCA lo señalaron en incontables ocasiones, así como también advirtieron que la opción militar era un callejón sin salida.
Al negarse a retomar la transición de posguerra donde Arena y el FMLN la abandonaron, el presidente Bukele da continuidad a una nociva práctica bien establecida. Cada Gobierno se resisten a retomar los procesos iniciados por sus antecesores. Todos comienzan de cero. Por eso no hay política de Estado y se pierden oportunidades, experiencia y recursos. La educación y la salud, por ejemplo, cambian de rumbo con cada cambio de ministro. Cada uno presume de estar en posesión de la solución verdadera y, por tanto, tira al basurero lo logrado hasta entonces. Los funcionarios carecen de sabiduría y humildad para continuar la tarea empezada por sus predecesores profundizando y consolidando los aciertos y corrigiendo los errores.
Más allá de su legalidad, el decreto presidencial que modifica el contenido de la efemérides del 16 de enero es un despropósito. Hace ya una década, Naciones Unidas estableció el Día Internacional del Derecho a la Verdad en Relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas, una conmemoración que va mucho más allá que lo supuestamente pretendido por el presidente. Además, la fecha de la celebración es el 24 de marzo, en memoria de monseñor Romero. La rectificación presidencial, apurada tal vez por salir del atolladero, es otro desacierto, una mezcla de ignorancia y cinismo. En cualquier caso, la sociedad decidirá si acepta o no esa innovación presidencial. De momento, las víctimas han prevalecido sobre el cinismo del presidente Bukele.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.