La Semana Santa suele enseñar bastante sobre la cohesión social y la cultura de nuestros pueblos. Celebrarla en la región noroccidental de Apopa —en concreto, en la parroquia San Luis Gonzaga, que incluye barrios y colonias como La Ponderosa, La Chiltú, Valle del Sol o Los Tikales, entre otras— ayuda todavía más a comprender situaciones y problemas de El Salvador. Lo primero que hay que decir es que la inmensa mayoría de quienes ahí viven son muy buenos: gente trabajadora, solidaria, religiosa, cumplidora de sus obligaciones. Gente que le gusta la vida en comunidad, que disfruta compartiendo su fe en Jesús y su Evangelio. Frente a la imagen de colonias violentas, peligrosas o difíciles, la realidad es muy distinta. Es cierto que hay problemas y violencia. Pero, haciendo una comparación muy simple, por el bulevar Los Próceres o por Los Héroes pasa a diario más gente canalla que la que habita en estas colonias. La existencia de pandillas no impide que la gente ame, viva, que los jóvenes practiquen seriamente su fe, que la gran mayoría siga adelante a pesar de unas condiciones económicas y sociales en las que destaca el abandono del Estado y la despreocupación de los políticos por mejorar aspectos de habitabilidad, diversión, educación, etc.
Lo segundo que resulta evidente es la contribución de la religión, en este caso la católica, a la cohesión social de estas comunidades. No es solo que se reúnan masivamente para rezar, tener sus procesiones, emplear horas y esfuerzos para adornar las calles con muy bellas alfombras. Es sobre todo ver a una enorme cantidad de jóvenes haciéndolas y a familias enteras, casi toda la población de las colonias, paseando tranquilamente a la caída de la tarde contemplándolas, conversando y cruzándose unos con otros, convirtiendo las calles en una especie de megaparque en el que vecinos y amigos se saludan, comparten y alaban el trabajo realizado por otros. Megaparque pacífico, donde la gente se encuentra con la tranquilidad de saberse vecinos y hermanos. Incluso “los bichos”, como se suele llamar a los miembros jóvenes de las maras, están allí colaborando, charlando y a veces haciendo sus propias alfombras, poniendo los nombres de sus muertos en ellas con la esperanza de que el paso del Santo Entierro lleve al paraíso a tanto joven semejante, en muchos aspectos, al buen ladrón del Evangelio. Hay problemas en estas zonas, es innegable, pero en estos días de Semana Santa se respira paz, convivencia generosa y una cohesión social que brota de saberse parte del mismo grupo de gente recia, que sigue adelante en medio de las dificultades económicas y sociales impuestas por una sociedad en muchos aspectos injusta.
Y lo tercero, tal vez lo más impresionante, es ver la capacidad de colaboración de esta gente. Los coros son numerosos y de calidad; ensayan, se renuevan, buscan canciones nuevas adaptadas al sentir popular. Los monaguillos son un verdadero ejército. Los adultos colaboran en la preparación de los sacramentos, en la evangelización, en la promoción del diálogo comunitario. Cuando los documentos del episcopado latinoamericano nos piden que seamos discípulos y misioneros, podrían poner perfectamente a las comunidades de esta zona como verdaderos ejemplos de lo que la Iglesia quiere y desea. Cuando poco antes de la Semana Santa, el 12 de marzo, se conmemoró en El Paisnal la muerte martirial de Rutilio Grande, se pudo ver que todas las parroquias de la zona tienen ese mismo espíritu, en ese amplio cinturón de barriadas del Gran San Salvador donde vive una enorme cantidad de trabajadores pobres. Toda una esperanza en medio de las dificultades de nuestro país.
Si los políticos quisieran enfrentar de veras los problemas de la zona, bien harían en consultar a los curas que lideran esas comunidades y a los laicos que les acompañan. Ciertamente, daría mejores resultados una política que escuchara a quienes allí viven y producen cohesión social que las redadas indiscriminadas, los asaltos nocturnos violentos a las viviendas y las ejecuciones extrajudiciales.
* José María Tojeira, director del Idhuca