La pandemia de covid-19 marginó casi absolutamente el tema del enjuiciamiento de los casos muy graves de violaciones de derechos humanos durante nuestra guerra civil. Con dificultad generó algunas noticias en estos meses el caso más importante y más avanzado, el de la masacre en El Mozote. El enjuiciamiento del coronel Montano en España, precisamente por su carácter internacional y por estar en la última fase, puso de nuevo el tema en los medios y en las redes. La vista pública final, con una larga lista de testimonios, muchos de ellos sustanciales, impresionó a una buena cantidad de salvadoreños. Mencionar algunas conclusiones que pueden extraerse de lo que hemos visto resulta interesante para el desarrollo de la justicia al interior de nuestro país.
En primer lugar, el caso nos deja ver la terrible presión que existe dentro del país, especialmente sobre los posibles testigos militares. Los exoficiales de la Fuerza Armada que declararon, Luis Parada y Yusshi Mendoza, viven en el exterior y declararon desde sus lugares de residencia. Como ellos, hay militares salvadoreños, buenas personas, que piensan lo mismo y que saben de la brutalidad cometida en El Mozote, el Sumpul, La Quesera y tantos otros lugares. Pero el miedo a ser asesinados, a quedar relegados económica y socialmente, a ser considerados traidores, les impide hablar. Cambiar ese pensamiento, más digno de una mafia que de un ejército profesional, es imprescindible para que la Fuerza Armada pueda cumplir una función democrática en el país. Mientras la consigna sea mentir, ocultar crímenes, impedir el acceso a archivos, la Fuerza Armada no da garantía de ser una institución digna de la democracia.
En el caso de los jesuitas, todos en la sociedad civil sabíamos que no se podía cometer el crimen y encubrirlo posteriormente sin la colaboración y la aprobación del Estado Mayor y del Alto Mando militar. El poder y la capacidad de presión antidemocrática de La Tandona era también evidente. Decir en defensa propia que se cumplían órdenes cuando el propio aparato legal de la Fuerza Armada prohibía taxativamente acatar órdenes ilegales es absurdo. Los pobres soldados cumplían órdenes para evitar que los mataran. Y precisamente por recordarles a los soldados el ordenamiento militar desde un punto de vista religioso, fue que mataron a monseñor Romero.
El segundo aspecto que dejó vislumbrar el Caso Jesuitas es que la sociedad civil salvadoreña está cada vez más abierta a reconocer la verdad del pasado y favorecer la justicia. No podemos construir el futuro a base de mentiras de grupos de estilo mafioso, sean militares o civiles. Aunque es pronto para decirlo, el impacto de lo sucedido y visto en España tendrá sin duda un efecto en las instituciones de justicia salvadoreñas. El respaldo de la sociedad civil, perder el miedo en la búsqueda de la verdad, es importante como respaldo al sistema judicial.
Y por último, el Gobierno de Nayib Bukele, que en parte ha utilizado el Caso Jesuitas para fustigar a sus supuestos o reales enemigos, debe dar un claro paso hacia la verdad y la justicia. Es absurdo que el Ejército continúe pagando abogados de militares acusados, transportándoles en vehículos de la Fuerza Armada, cerrando o destruyendo archivos, negándose a la colaboración con el sistema judicial o con el Instituto de Acceso a la Información Pública. El Gobierno debe cambiar esa dinámica. Mantener una posición de apoyo a la verdad ha sido un déficit de todas las administraciones anteriores, incluidas las del FMLN. No se puede hablar de “los mismos de siempre” si se sigue con la costumbre de siempre de proteger crímenes de guerra y de lesa humanidad.
* José María Tojeira, director del Idhuca.