Los Acuerdos de Paz no solo generaron el fin de la guerra y el surgimiento de nuevas instituciones, sino también un espíritu de acercamiento entre personas. Todavía llama positivamente la atención contemplar juntos, con un sincero afecto entre ellos, a quienes los firmaron. Pueden pensar de un modo muy diverso, pero se sientan juntos para apoyar la paz en Colombia y disfrutan honestamente de la amistad surgida durante aquellos tiempos recios en los que se negociaba el cese de las hostilidades. Sin embargo, una buena parte de ese espíritu positivo se va perdiendo y va dejando de incidir en la construcción del futuro. La polarización política mantiene al país en un clima de crispación que ennegrece el horizonte. La violencia parece no tener fin. El poder del dinero y buen parte de los empresarios que lo manejan continúan en posiciones excesivamente cerradas y en muchos aspectos bloqueando el desarrollo social equitativo. La necedad persistente de no aceptar una subida decente del salario mínimo deja ver el peso negativo de un poder gravoso para las mayorías del país.
Por todo ello es urgente reflexionar sobre qué podemos tomar de los Acuerdos de Paz que nos relance hacia el futuro. Y lo primero que podemos decir es que en el proceso que llevó a ellos hubo imaginación. Cuando Ellacuría y monseñor Rivera decían en 1981 que la paz era posible a través del diálogo y la negociación, estaban poniendo imaginación creativa en un contexto en el que las partes en conflicto solo pensaban en la victoria militar. Pensar con convicción y con voluntad práctica y dialogante en que es posible otro El Salvador constituye un primer paso imprescindible. No tendremos futuro mientras no pensemos en un El Salvador con un sistema único y decente de salud pública, con una población que alcance por lo menos el nivel de bachillerato, con un territorio protegido del calentamiento global y de otros desastres posibles, con vivienda digna, agua potable para todos y servicios adecuados. Y no solo pensar e imaginar, sino pasar del pensamiento al diálogo, la planificación y la construcción colectiva y técnica del futuro. Porque de momento temas como los que hemos mencionado están en parálisis. Si los Acuerdos de Paz tuvieron en su génesis la imaginación de gente buena y potente, ¿qué pasa con la construcción de un nuevo El Salvador? ¿No hay imaginación? ¿No hay liderazgo?
En segundo lugar, en los Acuerdos hubo la convicción de que por diferentes que fueran las posturas ideológicas, la posibilidad del diálogo estaba abierta. Fue necesaria una mediación porque, inicialmente sobre todo, la enemistad pesaba demasiado. Pero después fue la voluntad de diálogo la que tomó la delantera sobre la fuerza de la inteligente mediación de las Naciones Unidas. Hoy se sigue conversando, nos miramos con mucha menos agresividad que en el pasado, pero estamos tan encerrados en las conveniencias del presente y del momento que los diálogos se convierten en el mejor de los casos en monólogos amistosos que no dan paso a una acción concertada. Los herederos políticos del diálogo de paz son hoy fuerzas absortas y encerradas en sí mismas, con demasiada fluidez en el discurso y con escasa voluntad de llegar a acuerdos. Tal vez a muchos nos falta imaginación para proponer temas de diálogo eficaces que superen el individualismo reinante y la atroz búsqueda de ventajas de grupo que no tienen en cuenta a las mayorías. Tal vez por eso es más fácil que izquierda y derecha se pongan de acuerdo para tener espléndidos seguros de salud privados, pagados con fondos del Estado, en vez de debatir con seriedad sobre la deficiente salud pública.
En tercer lugar, es indispensable, una vez más, escuchar el clamor de las víctimas. Nuestra sociedad, según uno de los últimos estudios del PNUD, está organizada en favor de aproximadamente el 20% de la población, cuando no del 0.5% que concentra la riqueza. Un 45%, vive en situación vulnerable, preocupado por el día a día de la existencia y por el riesgo de sufrir carencias o perder comodidad. Y el 35% está sumido en la pobreza. La migración, la violencia, los fracasos en el campo de la alimentación, la salud y la educación tienen sus causas últimas en ese modo de estar organizados económica y socialmente. Un modo que en la práctica no se quiere discutir, mucho menos tocar. Una manera de estar de facto organizados que produce unas víctimas cuyas voces no escuchamos. Contestamos a la violencia con violencia, como hacíamos al inicio de una guerra que solo sirvió para darnos cuenta que no era camino de solución. Y así como la voz de las víctimas fue la que movió a muchos a clamar en favor de la paz, e incluso a dar la vida, así también tenemos que comenzar a escuchar la voz de las víctimas de hoy. Escuchar, dialogar, planificar y actuar de tal manera que nuestra sociedad deje de ser una máquina de producir víctimas. La gente escapa del país o se desplaza dentro del territorio huyendo del sufrimiento. Oír sus voces, responder a ellas, es tan indispensable hoy para construir una paz digna de los Acuerdos de hace 25 años como lo fue entonces, aunque después no hayamos sabido sacar las consecuencias adecuadas. No fallaron los Acuerdos, más allá de que no todo se cumpliera. Hemos fallado nosotros al no aprovechar su espíritu, que tiene en la base la imaginación, la creatividad, el diálogo y la voz de las víctimas del presente y del pasado.