La más reciente encuesta del Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP) en torno a la evaluación de los salvadoreños y salvadoreñas sobre el cumplimiento de los Acuerdos de Paz muestra, entre otros aspectos, que la libertad de expresión, la democracia y el respeto a los derechos humanos son áreas en las que la opinión pública advierte un mayor avance, frente a ámbitos como la pobreza, la justicia, la seguridad y el respeto a la ley que reportan los mayores déficit. Dado que la libertad de expresión es el aspecto en el que más avance se percibe (un 34.4% de la población lo cree), conviene entonces hacer un examen —aunque sea a vuela pluma— de los grados de incidencia que ha tenido el hecho político de los Acuerdos de Paz sobre uno de los derechos humanos propios de los sistemas democráticos: la libertad de expresión.
El Informe de la Comisión de la Verdad señala que la violencia que predominaba en El Salvador durante la época de la guerra obedecía a una concepción política que equiparó opositor con subversivo y enemigo. Quien tenía ideas distintas o en clara contraposición a las oficiales, corría el riesgo de ser eliminado como si fuese un enemigo armado en campo de batalla. La función que desarrolló la prensa escrita en ese momento contribuyó a difundir esta concepción al referirse a la oposición política como "enemigo" o "delincuente-terrorista". En ese contexto, relativamente reciente, los derechos civiles y políticos, incluidos los relacionados con la comunicación y la expresión, no solo fueron violados, sino que prácticamente se convirtieron en derechos prohibidos para la mayoría de la población.
Los Acuerdos de Paz, en lo que respecta a la libertad de expresión y difusión del pensamiento a través de los medios, dejaron planteados al menos tres medidas que en cierto modo representan un punto de inflexión en el comportamiento mediático que predominaba en aquel momento. En primer lugar, se permite el uso y acceso a los medios por parte del FMLN (se autorizan licencias para sus propios medios y para la publicación de sus campos pagados), acciones que le estaban prohibidas antes de los Acuerdos. En segundo lugar, se garantiza la libertad de información, poniendo fin al control de los medios y a la censura ejercida por la Oficina de Información de la Presidencia (se desarrolla un mayor pluralismo en la información, especialmente en la prensa escrita y radial). Y tercero, se asume el compromiso de contribuir, a través de los medios, a la distensión y reconciliación nacional. Tanto estos compromisos puntuales como el escenario político derivado de los Acuerdos posibilitaron algunos cambios que podemos calificar como democráticos en por lo menos tres ámbitos: la información, la fiscalización del poder y la promoción de un debate pluralista. Pero estos cambios tienen su contrapeso. Veámoslo.
En el ámbito de la información y la investigación periodística, se avanza en el remozamiento del personal de redacción y en la ampliación de la agenda hacia temas que antes eran ignorados: la corrupción, la debilidad de las instituciones del Estado, la pobreza, entre otros. Sin embargo, esa agenda y el profesionalismo del que se suele hacer gala son todavía susceptibles de ser subordinados por los intereses políticos e ideológicos de quienes controlan dichos medios, que en algunos casos operan abiertamente como instrumentos de partidos. La agenda partidaria termina predominando y dominando sobre la agenda social y nacional.
En lo que respecta a la fiscalización del poder público, si bien se han hecho esfuerzos por investigar casos de corrupción, las acciones suele encontrar freno cuando pueden afectar intereses políticos o económicos. De nuevo, el interés particular termina imponiéndose a la función social de fiscalizar, propia de una cultura democrática. Y en el ámbito del debate plural, cierto es que hay apertura a sectores políticos o posiciones ideológicas que antes de los Acuerdos estaban totalmente excluidos. Sin embargo, hay evidencias de que se ejerce un pluralismo más formal que real. Las voces consideradas demasiado críticas al sistema son marginadas o, en el peor de los casos, satanizadas. Pero no solo eso. También ocurre que tal forma de ejercer el pluralismo, en la que se ofrecen una diversidad aparente de opiniones, está más interesada en el choque de enfoques que en la búsqueda de la verdad. Es un pluralismo para el mercado o para legitimar la pretendida imagen democrática del medio. Un pluralismo sin voluntad de verdad es un pluralismo vacío, porque no le interesa llegar a la realidad más profunda de los principales problemas expuestos al debate.
En suma, tan cierto es que la democratización política desencadenada por los Acuerdos de Paz posibilitó un mayor pluralismo de opiniones y una ampliación de la agenda periodística, como que la capacidad de los sectores de la sociedad civil para incidir en la agenda de los medios sigue siendo limitada. Al menos tres factores explican este hecho. Primero, existe una competencia por fijar la agenda entre el Gobierno, los poderes fácticos, los medios (que tienen sus propios intereses) y la sociedad civil; en esta competencia, los tres primeros actores tienen ventajas considerables en el campo de la expresión y la comunicación sobre el pensamiento ciudadano. Segundo, el pluralismo en los medios es limitado, sobre todo cuando surgen temas que cuestionan su propia agenda política o ideológica; por ejemplo, cuando sale a relucir la memoria histórica que reclama justicia para las víctimas del conflicto. Finalmente, una de las principales amenazas que tiene tanto la libertad de expresión como la libertad de prensa en sociedades como la salvadoreña es la escasez de medios libres e independientes, cuya función no esté determinada por el interés privado sino por el bien colectivo. En consecuencia, poner a producir el espíritu de los Acuerdos en este ámbito pasa ahora mismo por fortalecer la ciudadanía mediática, la voluntad de verdad y el pensamiento popular, verdaderos desafíos para el ejercicio de una plena libertad de expresión.