Replanteamiento del "desarrollo". Entre los años cincuenta y sesenta, no hubo una distinción plena entre crecimiento y desarrollo. El desarrollo se entendió como el resultado de la planificación orientada a una mayor participación de la industria y los servicios en el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB). Igualmente, el mejoramiento en indicadores no económicos (alfabetización, escolarización, programas de vivienda, etc.) fue considerado como parte del fenómeno económico. Hablar de desarrollo era hablar del aumento del PIB; éste se constituyó en la medida de bienestar y progreso. Sin embargo, el PIB —objeto de principal atención de la economía positiva— no reflejaba la disponibilidad o calidad de los recursos ni la equidad en la distribución de la riqueza producida por una sociedad en un período determinado. Tampoco reflejaba las diversas dimensiones del desarrollo. Cierto es que sin crecimiento económico no puede haber desarrollo, pero el desarrollo no se limita al crecimiento estrictamente económico. Este último es una condición de posibilidad, pero no una condición suficiente para hablar propiamente de desarrollo, menos si se entiende como desarrollo humano.
La carta encíclica de Benedicto XVI Caridad en la verdad (Caritas in veritate) nos recuerda que un cambio fundamental en la concepción de "desarrollo" lo produjo Pablo VI en su encíclica Populorum progressio, publicada en 1967. Benedicto XVI lo formula en los siguientes términos: "Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con el término ‘desarrollo’ quiso indicar ante todo el objetivo de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político, la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz..." (CIV, 21).
La inflexión o cambio de sentido en la manera de entender el desarrollo en Pablo VI consiste al menos en dos aspectos. Primero, la nueva perspectiva desde donde se mira el desarrollo, es decir, desde la realidad de los pueblos pobres; desde ellos se mirará mejor en qué puede consistir el desarrollo y hacia dónde debe orientarse. Segundo, el carácter integral del desarrollo asociado a la liberación de carencias o negaciones de carácter económico, político, cultural y social. Así, el desarrollo es relacionado con la necesidad de verse libres de la miseria, de la inseguridad, de la ignorancia, de situaciones que ofenden o atropellan la dignidad de hombres y mujeres.
El desarrollo desigual. Después de tantos años —42 de haberse publicado la Populorum progressio—, Benedicto XVI se pregunta hasta qué punto se han cumplido las expectativas de Pablo VI siguiendo el modelo de desarrollo que se ha adoptado en las últimas décadas. La respuesta es franca: "El desarrollo ha estado aquejado por desviaciones y problemas dramáticos". Porque la desigualdad generada por los modelos impulsados ciertamente es dramática. En efecto, en 1960, el 20% más rico de la población mundial registraba ingresos 30 veces más elevados que los del 20% más pobre. En 1990, el 20% más rico estaba recibiendo 60 veces más (cfr., PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano, 1992).
Al ingresar al nuevo milenio, el desarrollo humano planteaba grandes desafíos. De los 4 mil 600 millones de habitantes que tenían los países pobres, más de 850 millones eran analfabetos, casi mil millones carecían de acceso a fuentes de agua mejoradas, 2 mil 400 millones no tenían acceso a servicios sanitarios básicos, cerca de 325 millones de niños y niñas no asistían a la escuela, 11 millones de niños menores de cinco años morían por causas que podrían evitarse (cfr., PNUD, Informe Sobre Desarrollo Humano, 2001).
El cuadro, claro está, era dramático, y llevó a los jefes de Estado y de Gobierno a comprometerse con el respeto y defensa de la dignidad humana, la igualdad y la equidad en el plano mundial. De ahí surgen los Objetivos del Milenio a favor del desarrollo y la erradicación de la pobreza para el año 2015. Entre los 8 objetivos estratégicos se plantean, por ejemplo, reducir en la mitad la proporción de habitantes que viven con menos de un dólar por día y reducir en la mitad la proporción de habitantes del mundo que padecen hambre. La crisis financiera, que comenzó en los países ricos y que ahora se ha transformado en crisis económica mundial, ya está obstaculizando la urgencia de reducir la pobreza y el cumplimiento de los objetivos fijados en la Declaración del Milenio.
La constatación de un desarrollo desigual agravado por la crisis mundial la denuncia Benedicto XVI cuando afirma lo siguiente: "Más de cuarenta años después de la Populorum progressio, su argumento de fondo, el progreso, sigue siendo aún un problema abierto, que se ha hecho más agudo y perentorio por la crisis económico-financiera que se está produciendo. Aunque algunas zonas del planeta que sufrían la pobreza han experimentado cambios notables en términos de crecimiento económico y participación en la producción mundial, otras viven todavía en una situación de miseria comparable a la que había en tiempos de Pablo VI y, en algún caso, puede decirse que peor" (CIV, 33). "En los países ricos, nuevas categorías sociales se empobrecen y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más pobres, algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora. Se sigue produciendo ‘el escándalo de las disparidades hirientes’" (CIV, 22).
Ahora bien, el gran desafío que presenta esta constatación es la transformación del modelo. Tarea más difícil si se toma en cuenta que habrá de hacerse en un contexto de crisis financiera mundial. Si se responde a esta exigencia —que sobre todo es ética, antes que económica y política— buscando un desarrollo más humano y humanizador, habrá que echar mano de saberes y haceres operativos. Habrá que unificar caridad con solidaridad, justicia y verdad. De lo contrario, el desarrollo incluyente quedará como ideal deseado, pero sin posibilidades reales de concretarse.
El desarrollo incluyente. ¿Cómo llegar a un desarrollo incluyente? Para los países ricos, lo que está en juego en la presente crisis económica mundial es su calidad de vida; para los países pobres, lo que está amenazado o en peligro es la vida misma. Para los países ricos, la preocupación central es cómo salvaguardar el sistema financiero globalizado; para los países pobres, la preocupación principal debería ser cómo proteger —del impacto de la crisis— a las poblaciones excluidas. A los países industrializados les preocupa la destrucción de la capa de ozono y el calentamiento general del planeta (resultado del consumo excesivo de los recursos naturales); a los países pobres les preocupa algo más inmediato y cotidiano: la contaminación del agua y la erosión de la tierra: el agua contaminada constituye un peligro para la vida, y los suelos erosionados ponen en peligro el sustento. El mundo rico y el mundo pobre se mueven en dos planos distintos. Viven la vida y la muerte como si tuviéramos dos mundos separados y contrapuestos.
Ese abismo del mundo actual es ejemplificado por Benedicto XVI en la dramática realidad del hambre por la que atraviesan millones de seres humanos: "En muchos países pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema inseguridad de vida a causa de la falta de alimentación: el hambre causa todavía muchas víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa del rico epulón, como en cambio Pablo VI deseab . Dar de comer a los hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42) es un imperativo ético para la Iglesia universal, que responde a las enseñanzas de su Fundador, el Señor Jesús, sobre la solidaridad y el compartir. Además, en la era de la globalización, eliminar el hambre en el mundo se ha convertido también en una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta" (CIV, 27).
Desde los países pobres, el desarrollo tiene dos rasgos básicos: la inclusión y la integralidad. Habrá desarrollo humano cuando se expanda el potencial humano, es decir, cuando se acceda a una vida digna y saludable, al conocimiento, a los recursos necesarios para un nivel de vida decente, cuando se viva en libertad política, social, económica y cultural. No se trata, pues, solo de crecimiento de ingresos económicos, sino de la expansión de las capacidades de la gente (de su ser y hacer), de la expansión de bienes y servicios, de satisfacción de necesidades básicas.
Asociar el desarrollo a los derechos de las personas y los pueblos nos permite una visión más integral y más humanista del desarrollo. Benedicto XVI lo plantea así: "La dignidad de la persona y las exigencias de la justicia requieren, sobre todo hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades (...) El aumento sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del ‘capital social’, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil" (CIV, 32).
Según la letra y el espíritu de la carta encíclica Caridad en la verdad, no habrá auténtico desarrollo sin la caridad que nos lleva a la justicia y al respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Pero tampoco lo habrá sin la verdad que nos lleva no sólo al distanciamiento crítico del desarrollo, sino, sobre todo, a la búsqueda de alternativas deseables y posibles de desarrollo incluyente. Benedicto XVI, hablando de estos dos valores que inspiran la lucha por un nuevo tipo de desarrollo, nos dice: "Por eso, la caridad y la verdad nos plantean un compromiso inédito y creativo, ciertamente muy vasto y complejo. Se trata de ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes dinámicas, animándolas en la perspectiva de esa ‘civilización del amor’, de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura" (CIV, 33).
Distanciamiento crítico respecto al modelo predominante de desarrollo y opción por un modelo que dé centralidad al desarrollo de las poblaciones pobres es la propuesta de Benedicto XVI en esta carta encíclica. Nos recuerda lo que en su momento planteaba Ignacio Ellacuría, cuando exhortaba a construir un nuevo tipo de civilización: la civilización de la pobreza o del trabajo, que consiste no en socializar la pobreza, sino en socializar la justicia, de tal modo que se garantice la vida digna de las mayorías excluidas. Y eso pasa, decía Ellacuría, por superar la injusticia estructural, "la cual mantiene violentamente —a través de estructuras económicas, sociales, políticas y culturales— a la mayor parte de la población en situación de permanente violación de sus derechos humanos".