Los dos partidos grandes se felicitan, junto con la gran prensa, por “el acuerdo fiscal” conseguido. Indudablemente, haber negociado cómo superar la crisis financiera del Estado es un logro en sí mismo. Pero lo acordado no es más que un parche para salir del apuro. De ahí que hablar de acuerdo fiscal es desproporcionado y engañoso. Asombra cómo ambos consumieron una enorme cantidad de energía en desgastarse política y socialmente, para luego conseguir un acuerdo de tan corto alcance. Esto nos muestra el predominio de la irracionalidad sobre el realismo político; nos muestra la plena sintonía de la política salvadoreña con la irracionalidad política estadunidense y de otros países.
No ha habido acuerdo fiscal alguno porque la estructura fiscal permanece intacta. La oposición ha logrado imponer a un Gobierno muy debilitado unas condiciones humillantes con el pretexto de controlar el gasto público. Pero eso no impedirá que, dentro de pocos meses, la crisis vuelva a poner en peligro la estabilidad financiera del país. La gran empresa y sus socios insisten en un pacto fiscal, pero sin adelantar sus principios fundamentales, excepto recortar el gasto público. El gasto superfluo, que es mucho y del cual se benefician los partidos de todos los colores, debe eliminarse. Pero lo más probable es que los recortes deterioren todavía más la calidad de los servicios públicos.
La gran empresa y sus socios no adelantan los principios de un verdadero pacto fiscal porque saben bien que tendría que reducir necesariamente la elevada rentabilidad de las inversiones privadas, puesto que habría que aumentar sustancialmente la carga impositiva a los grandes capitales. Así, pues, el gran capital habla de prosperidad cuando se trata de sí mismo y de austeridad cuando se trata del pueblo. Tampoco ha mostrado interés en aumentar los impuestos indirectos, tal como en su momento propuso el Gobierno. Una salida fácil, ya que no lo afectaría, debido a que el peso de esa clase de impuesto recae sobre la población con los ingresos más bajos. Esta posibilidad no parece interesarle, porque de lo que se trata es de debilitar a la administración de Sánchez Cerén de tal manera que dependa totalmente de ellos. De esa manera, no solo la reduce a la inutilidad, sino que, además, abre un camino fácil para ganar las próximas elecciones. La oposición hace política partidista con una cuestión muy seria, sin considerar sus consecuencias sociales, es decir, humanas.
Por otro lado, al Gobierno lo único que parece interesarle es encontrar financiamiento barato para salir del aprieto y postergar la reforma de una estructura fiscal obsoleta. El diálogo con la oposición no es una prioridad. Al mismo tiempo que pide diálogo, sus voceros lanzan acusaciones contra la oposición, saca a sus militantes a las calles para presionarla y decide unilateralmente cuestiones tan graves como el financiamiento de las pensiones. La falta de credibilidad es otro obstáculo: el Presupuesto presentado no es consistente, los datos en los que se basa no son rigurosos y las explicaciones de los funcionarios no son claras. Si el diálogo fuera opción, el Gobierno no libraría su batalla contra la oposición en los medios de comunicación y en las calles.
No obstante, tanto el Gobierno como la oposición se declaran amantes apasionados de El Salvador. Si amaran a El Salvador, hace ya mucho tiempo que hubieran buscado la manera efectiva de superar la crisis fiscal sin aumentar la carga impositiva de la población con menores ingresos, y hace ya tiempo que habrían reducido drásticamente la corrupción. El amante verdadero hubiera denunciado a todos los funcionarios que se enriquecen con el dinero público. Pero en vez de ello, los han protegido. El amor está por encima del interés particular del partido. Un amante verdadero no hubiera endeudado al país tal como lo han hecho los Gobiernos desde 1989. Tanto el Gobierno como la oposición son malos amantes.
El origen de la crisis se encuentra en las administraciones de Arena, que no solo endeudaron cada vez más al país, sino que también impulsaron una política fiscal equivocada, puesto que evitó que el gran capital tributara de acuerdo con su elevada rentabilidad, y permitieron el saqueo del Estado por parte de sus altos funcionarios y dirigentes. Los dos Gobiernos del FMLN no han modificado esas políticas, es decir, han tolerado que el gran capital no tribute lo que le corresponde, han gastado despreocupadamente y también han consentido la corrupción de sus propios funcionarios. A pesar de su radicalismo, el FMLN no se ha atrevido a elevar la carga tributaria ni a perseguir la corrupción. Más aún, le incomoda muchísimo lo que se ha hecho respecto a esta última, por poco que sea.
La superación de la crisis fiscal tiene dos dimensiones: una técnica y otra política. La propuesta técnica es indispensable para encontrar una salida razonable. Pero no es la última palabra. La solución política debe ponderar qué propuesta favorece el interés de las mayorías, para lo cual se necesita audacia y valentía. Así pues, la intelectualidad del capital y sus aliados del Fondo Monetario Internacional y de las calificadoras de riesgo no debieran tener la última palabra. Pero de amantes tan malos, no se puede esperar nada bueno.