Mandela

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El expresidente Nelson Mandela ha aparecido últimamente en las noticias por su grave estado de salud en medio de su muy avanzada edad. La visita de Obama a la cárcel donde el sudafricano pasó 18 años ha salido en todos los medios de comunicación. Mencionar méritos de este hombre, luchador incansable en favor de la igual dignidad humana, no es tarea fácil, pues ya el mundo lo ha consagrado como símbolo de humanidad y capacidad de diálogo. Pero para nosotros, preocupados por la ética y la política simultáneamente, bueno es reflexionar sobre lo que este revolucionario, político y estadista nos deja como legado universal. La política puesta al servicio de causas justas y la capacidad de sacrificarse por ellas son dos elementos indispensables para lograr lo que Mandela alcanzó: la reconciliación de un país profundamente dividido y la generación de esperanza.

El sudafricano tenía una clara opción por los pobres de su país. No mantenía únicamente la decisión de luchar contra la segregación racial humillante, sino que estaba además comprometido radicalmente en la tarea de devolver dignidad a todos, comenzando por los más pobres. Una opción compartida por otros muchos que dejó verdaderos mártires, como Stephen Biko, en medio de represiones brutales y masacres. Y que fue simbólicamente liderada por este hombre paciente que supo convertir el infortunio, la cárcel y la persecución en oportunidad y camino de libertad. En otras palabras, al hablar de Mandela estamos hablando de un modo de ser y de vivir totalmente involucrado en política, pero que mantiene un profundo sentido ético enraizado en la igual dignidad de la persona humana. Y que al mismo tiempo, y precisamente por creer en ella, está abierto al diálogo con todos los que participan en la vida pública, incluso con sus enemigos.

Para nosotros, en El Salvador, Mandela es también un verdadero ejemplo. Podemos tener la tentación de equiparar situaciones entre nuestro país y Sudáfrica. Pero el tema, más allá de las tragedias humanas que también vivimos, es el de la dignidad humana. Un tema que aunque generó luchas nobles en nuestra tierra, parece ahora sepultado —al menos, parcialmente— en el olvido. Los golpes sistemáticos que se dan a la dignidad humana tanto desde estructuras institucionales como desde decisiones políticas apenas nos conmueven. Nos conformamos fácilmente con esos salarios mínimos tan radicalmente ofensivos para la dignidad del trabajador, y nos quedamos tan tranquilos al ver que incluso miembros de sindicatos avalan la ofensa. Leemos el informe de la relatora de la ONU sobre el sistema judicial salvadoreño y miramos hacia otra parte.

Gritamos contra el crimen, pero no nos preocupa que el número de los delitos graves que debería atender cada fiscal, si se les repartiera la totalidad de estos, ronde los 200. Justificamos la injusticia diciendo que somos un país pobre y que no se le puede dar a la gente lo que no hay. Pero tenemos salarios de Primer Mundo conviviendo alegremente con salarios de Tercer Mundo. Permanecen sin ser tocados, desde hace demasiados años, dos sistemas públicos de salud oficiales, segregando a la inmensa mayoría, los más pobres, de la clase media. Y se mantienen también en la práctica dos líneas de educación no organizadas estructuralmente desde el Estado, pero igualmente segregacionistas y excluyentes. Se hacen esfuerzos positivos, hay que reconocerlo, pero conservamos estructuras en campos tan básicos como la salud y la educación que son claramente segregacionistas y fuerzan un rumbo del desarrollo desigual y demasiado favorable al que tiene más.

Es cierto que Mandela no resolvió todos los problemas de Sudáfrica. Pero supo gobernar y unificar un país dividido, darle un sueño, esperanzarlo. Y sobre todo, romper una estructura terriblemente fuerte, la segregación racial, desde el diálogo abierto incluso con un enemigo aparentemente irreconciliable y con mucho más poder material. Supo poner en la balanza de la política el poder moral de quien tiene la razón. Y es en esa dimensión donde los políticos deben poner su fuerza. Hay ideas que son simple y sencillamente conclusiones ancladas en la dignidad humana y que no admiten réplica. Es imposible justificar salarios públicos de cuarenta o cincuenta veces el salario mínimo. Como es imposible también, en un país con las necesidades de El Salvador, justificar un impuesto sobre la renta cuyo tope sea el 25%.

Si queremos desarrollo, además de todas las reformas estructurales, invertir en la gente, crear puestos de trabajo, etc., debemos preocuparnos también por una ética pública que devuelva dignidad a la política. Poner fuerza moral en la política es reforzar la conciencia de las mayorías. Si los puestos políticos determinan ventajas, comodidad y vida fácil, la conciencia de nuestros pueblos difícilmente crece. La ley del sálvese quien pueda se impone con mayor facilidad allí donde quienes deberían ser servidores públicos se sirven a sí mismos de lo público, y con cuchara grande. Desarrollo y corrupción es un binomio incompatible. Reforzar la ética en la política es devolver esperanza a los pueblos. Eso hizo Nelson Mandela y eso estuvo en la base de su victoria, que fue moral antes que política.

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