No se puede conmemorar con verdad el martirio de monseñor Romero cuando el pueblo salvadoreño, su pueblo, es dispersado por el hambre, la extorsión y el asesinato. Tampoco se puede desear con verdad su canonización cuando se mata para imponer el orden que, en realidad, es un desorden, disfrazado de legalidad, que no solo expolia a los más débiles, sino que, además, los obliga a recurrir a la violencia para sobrevivir. Porque a monseñor Romero le dolía su pueblo, profanan la memoria del mártir quienes declaran soberbiamente que el asesinato de pandilleros y de supuestos pandilleros no debe llorarse. Profanan la memoria del mártir quienes pretenden resolver los graves problemas sociales del país con la violencia, porque él siempre propuso el diálogo y el entendimiento. Es hipocresía solicitar al papa Francisco la canonización del beato e invitarlo a El Salvador cuando se pretende resolver el conflicto social con el uso de la fuerza y no con el diálogo; cuando en lugar de humanizar la sociedad, la deshumanizan; cuando no se ocupan del pueblo salvadoreño, el mismo pueblo del que monseñor Romero dijo que no costaba ser pastor.
Pastor no es solo el obispo. Los gobernantes y los políticos, en cierto sentido, también están llamados a ser pastores. Pero son malos pastores, porque no cuidan del pueblo que dirigen. No le procuran alimento ni seguridad, sino que lo esquilman y lo abandonan a su suerte. Ellos engordan, mientras el pueblo languidece. Ellos protegen su salud con seguros privados, mientras la gente muere de enfermedad y abandono. Ellos viajan por el mundo en primera clase para asistir a importantes reuniones, mientras al pueblo lo mantienen en la ignorancia. Ellos aplauden con entusiasmo las remesas, pero no se ocupan de los que regresan deportados y humillados. Y cuando el pueblo se vuelve un estorbo, lo acosan, lo persiguen y lo matan con la buena conciencia del deber cumplido.
Conmemorar a un mártir como monseñor Romero exige conversión, es decir, vencer el deseo aparentemente irresistible de acumular dinero y juntar propiedades, de imponer la propia voluntad mediante el uso de la fuerza, de vengar las ofensas recibidas, de destruir al adversario, de abusar de los débiles, de aprovecharse de los desprevenidos. Esta dimensión negativa de la conversión es inseparable de otra positiva. La renuncia a esos aparentes bienes es seguida de la vuelta a los demás, en particular, a los vulnerables, los abandonados y los pobres. En la medida en que el converso se vuelve hacia ellos, encuentra al Dios de Jesús. Un mártir de la injusticia, de la intolerancia y de la violencia como monseñor Romero no puede ser conmemorado sin conversión.
El problema es que muchos piensan que no la necesitan, porque dicen caminar en la legalidad, atenidos a las reglas del juego. Cumplen los preceptos civiles y religiosos. Pero a su paso siembran inhumanidad al mismo tiempo que ellos mismos se deshumanizan, dominados por oscuras pasiones destructivas. Estos tales confunden la legalidad con la miseria humana, la propia y la que crean a su alrededor. Las víctimas de la injusticia y la violencia también necesitan de conversión para desterrar el resentimiento y el deseo de venganza, una reacción hasta cierto punto comprensible, pero contraria al precepto evangélico de amar al enemigo. No es la violencia la que vence al mal, sino la bondad y la misericordia. Aceptar esta realidad exige una dolorosa conversión.
La conmemoración de monseñor Romero en el actual contexto de horror, disfrazado de justicia, muy similar al experimentado en sus días, es un nuevo llamado a la conversión. En cualquier caso, aquellos que se obstinan en caminar en las tinieblas debieran abstenerse de pedir su canonización y de invitar al papa Francisco a visitar el país. Y el cuadro que preside el salón principal de Casa Presidencial debiera ser descolgado, porque quienes se reúnen bajo su mirada sonriente no han acogido sus enseñanzas. Viven del poder y para el poder, todo lo contrario a monseñor Romero, que puso su poder arzobispal y el poder institucional de la Iglesia al servicio del pueblo salvadoreño. Monseñor Romero es un ejemplo de cómo poner el poder al servicio de las mayorías pobres de El Salvador.
La fidelidad al evangelio del reino de Dios y su justicia ha hecho de Monseñor Romero una piedra de tropiezo para quienes se niegan a convertirse. El mártir pone en evidencia la hipocresía de quienes lo celebran sin aceptar su palabra profética. Solo quienes aspiran a que se haga verdad sobre el pasado de violaciones a los derechos humanos y justicia, donde predomina la mentira y el despojo, celebran con verdad a monseñor Romero. Ellos recogen su palabra profética y sueñan con una sociedad igualitaria, solidaria y fraterna. Ese era su sueño y por eso lo mataron. Pero no ha muerto, tal como quisieron sus asesinos, sino que vive en lo mejor de su pueblo.