Nuestros tatuajes

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Jeannette Aguilar
05/03/2011

Esta semana, la Vicerrectoría de Proyección Social y la Coalición Centroamericana para la Prevención de la Violencia Juvenil presentaron el libro Jonathan no tiene tatuajes: crónicas de jóvenes centroamericanos en la encrucijada. El texto es el resultado de un proyecto de investigación periodística regional sobre las violencias juveniles, que busca proveer de una aproximación al entramado social, político y familiar en el que surgen aquellas. A la vez, estas crónicas periodísticas permiten develar las subjetividades y los dilemas que enfrentan los diversos actores en los territorios, con lo que se da voz a aquellos que por su condición de vulnerabilidad pocas veces son escuchados, salvo como referencia en la nota roja, en su calidad de víctimas o victimarios.

Con este esfuerzo de investigación se busca contribuir a superar la simplificación y banalización que predominan en las narrativas populares y periodísticas sobre la violencia juvenil en el istmo. Es ampliamente conocido que en la última década las pandillas transitaron de una expresión cultural generacional a estructuras corporativas de violencia organizada, las cuales están generando una importante cuota de violencia en nuestros países. Pero todo ello no ha sucedido en el vacío o únicamente como resultado de la incapacidad o el desinterés de los Estados de ofrecerles a estos jóvenes opciones reales de inclusión y desarrollo, sino también como producto directo de acciones erráticas, contraproducentes e incluso ilegales implementadas por los Gobiernos para enfrentar a estos grupos.

Una muestra de ello es el trato que se les ha dado en las cárceles a los miles de pandilleros capturados durante los planes de mano dura. En vez de aplicar los criterios de separación que establecen las leyes penitenciarias o los instrumentos internacionales para el tratamiento de los reclusos en función de su situación procesal o perfil de peligrosidad, todos o casi todos los pandilleros detenidos fueron agrupados en las cárceles por su afiliación pandillera: MS o Barrio 18. En el caso salvadoreño, esta política no solo legitimó y fortaleció las identidades de estos grupos, sino también implicó la cesión, simbólica y táctica, del control de más de la mitad de los centros penales del país a las pandillas. Pasaron de controlar territorios en el barrio a tomar el control de territorios que se asume están bajo la tutela del Estado. Y el resto de la historia ya la conocemos: en un precario sistema penitenciario, permeado por poderosas redes de corrupción, sin opciones de rehabilitación, las identidades pandilleriles se reinventaron.

Los procesos de profesionalización y corporativización experimentados por las pandillas han ocurrido en buena medida en las cárceles, bajo la tutela estatal. Allí, sin el control real del Estado, estos grupos fortalecieron sus niveles de cohesión y solidaridad interna. Y luego, en situación de ocio total y bajo una precaria seguridad penitenciaria, en condiciones de hacinamiento extremo, transformaron su estructura interna y ampliaron su participación en redes de economía criminal. De acuerdo a fuentes policiales salvadoreñas, en los últimos años, la mayoría de las extorsiones y delitos ocurridos en el país han sido planificados y ordenados desde los centros penales. Partiendo de que esto sea así, ello no pudo haber sucedido sin la connivencia y el apoyo de redes de corrupción enquistadas en todo el sistema penitenciario, tal como ha quedado constatado recientemente en el caso salvadoreño.

Frente a esta situación, ante un escenario cada vez más oscuro debido a la irrupción del crimen organizado transnacional, es urgente que los Gobiernos del istmo aborden de inmediato el tema de la violencia juvenil con políticas integrales e integradas, impulsadas desde una visión interagencial e interdisciplinaria, que atiendan las raíces y las manifestaciones de este fenómeno. Es hora de pasar de los discursos a las acciones para que la violencia deje de arrebatarles el presente y el futuro a nuestras juventudes, tal y como queda diáfanamente expuesto en las excelentes pero duras historias de Jonathan no tiene tatuajes.

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