Para quienes vivieron intensamente la segunda mitad de la década de 1980 militando en las filas del Bloque Popular Revolucionario, en un entorno donde los días y las noches no daban espacio al descanso ni a la seguridad, hay fechas muy especiales. El 8 de mayo de 1979 es una de ellas, que mucha gente mantiene presente y vigente cuando se planta en la plaza Gerardo Barrios ("Cívica", le dicen ahora) y dirige su mirada a las gradas de la Catedral Metropolitana. Allí, entre muchos cuerpos abatidos por las balas de la Policía Nacional, quedó el de Norma Sofía Valencia. Esta joven, avispada miliciana e integrante del Movimiento de Estudiantes Revolucionarios de Secundaria, el combativo MERS, defendió con su menudo físico y su enorme humanidad al grupo de personas que exigía la libertad de Facundo Guardado, Ricardo Mena, Numas Escobar, Marciano "Chanito" Meléndez y Óscar López, todos integrantes de las Fuerzas Populares de Liberación y dirigentes del movimiento social organizado.
Tiempos aquellos de terror y esperanza. De un terror cotidiano que a partir de ese 8 de mayo se intensificó con una mayor represión gubernamental y el incremento de las acciones guerrilleras, dando pie a una de las coyunturas más oscuras y sangrientas de la época. Aunque nunca paró y luego volvió con más fuerza hasta llegar a la guerra, la violencia tendió a bajar un poco después de la masacre cometida el 22 de mayo de 1979 frente a la sede diplomática venezolana y de la ejecución del entonces ministro de Educación y de su motorista, Carlos Antonio Herrera Rebollo y Fabio Rivas, respectivamente, durante las primeras horas del día siguiente.
Pese a todo, eran tiempos también de esperanza, que surgía de la lucha popular organizada que logró, al menos, la entrega con vida de Facundo y Ricardo. También de una esperanza sustentada en la palabra profética de monseñor Romero, que en sus homilías dominicales —como la del 27 de mayo— exhortaba a romper con lo que esclavizaba "a cualquier clase de servidumbre"; a mirar, "por encima de todo", la figura de Cristo y su "misión en pro de la libertad y de la dignidad de los hombres en esta tierra".
Junto a ese verbo iluminador siempre estuvo a su lado, acogedora, otra farola que derramaba solidaridad y consuelo entre los sectores más excluidos por una sociedad donde la debacle se acercaba cada vez más. Su nombre, María de la Luz Cueva Santana, más querida y conocida como "madre Luz". Tras cuarenta años de vivir en El Salvador, esta religiosa tapatía, que se incorporó a la congregación de las Carmelitas Misioneras de Santa Teresa a inicios de la década de 1950, falleció el miércoles 7 de mayo, en el lugar donde comenzó su labor callada e imperecedera para bien del país: el Hospital Divina Providencia, donde vivió modestamente don Óscar Arnulfo y donde se perpetró su martirio. A la madre Luz le tocó estar a su lado en esa época llena de tinieblas y era la última testigo con vida del magnicidio.
Meses después de aquel mayo sangriento de 1979, arribaron a estas tierras los primeros delegados del Comité Internacional de la Cruz Roja. Y llegaron para quedarse como institución. De ese hecho —señal clara de que las cosas iban de mal en peor— dejó constancia monseñor Romero en su diario, a tres días de consumarse el último golpe de Estado en lo que va de la historia nacional. El viernes 12 de octubre de 1979, el pastor lo registró así: "Visita de los representantes de la Cruz Roja Internacional, venidos de Suiza por llamamiento del Gobierno, para que den su testimonio acerca del atropello a los derechos humanos. Ellos dicen que no son para esto, sino para socorros de carácter humanitario y que ellos no podrán dar un testimonio como el que anunció el presidente. Pedían a la Iglesia su parecer y les informamos a fondo, por medio del padre Moreno y de Beto Cuéllar, que tienen a su cargo los ficheros del Socorro Jurídico y las denuncias que llegan al Arzobispado".
En medio de esa dinámica, que era la predominante en el entorno de monseñor, la madre Luz jugó un importante papel a su lado. Cuenta Roberto Cuéllar, cofundador del Socorro Jurídico Cristiano a mediados de 1975, que medio en broma y medio en serio, san Romero de América les decía en esos tiempos difíciles a Rafa Moreno y a él: "Ella tiene cuello con nuestro Señor, allá en la eternidad. Vean cuántos enfermitos van al cielo y nos ayudan por intersección de la madre Lucita". Esas palabras confirman lo que Beto siempre pensó: la madre Luz fue santa en vida. Mucho "cuello" tenía con el Crucificado, y lo consiguió a pulso, no solo con "el hospitalito"; ahí se concretó, poco a poco y con mucho sacrificio, un esfuerzo titánico en favor del derecho a la salud de las personas terminales más pobres.
Pero además, en palabras de Beto, la madre Luz deja "su extraordinaria obra para las niñas y los niños que quieren hacer valer su derecho a la educación, después de la muerte de su madre o su padre por el cáncer extendido entre los sectores excluidos. Igual nos lega su admirable obra de oración en Candelaria, Cuscatlán, para acoger también la reflexión espiritual de los más pobres. Todas esas obras, en medio de tantas dificultades para conseguir apoyos, me confirman su santidad en vida".
"Estoy seguro", continúa Beto, "que la madre Luz Isabel nos guiará por rutas como las del agua y el aire, agua bendita y brisa espiritual, que tanto necesitamos y tanto las perdemos; rutas que anhela el pueblo salvadoreño, a quien la madre Luz Isabel se entregó toda su vida. Tengo la esperanza de que juntos reconstruyamos siempre la magnífica obra de santa Luz Isabel Cueva Santana, que en paz descansa a sus noventa y un años".
Ha muerto, pues, una mujer generosa; pero ha nacido una santa gloriosa. Lo que vivió y aprendió Beto Cuéllar desde su cercanía con la madre Luz debe ser escrito y conocido; sobre todo porque entre ambos estuvo otro santo que inspiró y sigue inspirando el trabajo serio y comprometido con la defensa y vigencia de los derechos humanos en El Salvador. Un trabajo al que se entregaron ese par de luceros que ahora, juntos, alumbran a quienes neciamente y sin acomodos siguen remando contra corriente para hacer realidad esa utopía.
Por eso hay que recordar y compartir el legado de esta santa. Si no para que sean más quienes en esta sociedad sin alma sigan su ejemplo, en aras de lograr que su bondad sea la regla y no la excepción, al menos para que quede constancia de que este país alguna vez fue iluminado por figuras de ese talante, atesorado sin necesidad de votos ni cargos. El más sentido pésame para quienes encontraron en ella algo del consuelo y la serenidad que irradiaba. Pero también la más grande felicitación a quienes tuvieron el privilegio, quizás algo exclusivo, de haber convivido con santa Luz, luchando por las causas que antes hicieron de El Salvador un yacimiento de esperanza. Para sacar de nuevo a flote esa esperanza, hoy que la oscuridad de la exclusión generadora de muerte lenta y la inseguridad productora de muerte violenta se extiende en tantos ámbitos, nunca deberán apagarse luces como la de esta santa.