Dentro de unos meses, en octubre, se cumplirán cuarenta años desde el último golpe de Estado de los militares en El Salvador. Con aquel acontecimiento inició el largo proceso de transición política desde el régimen autoritario que prevaleció desde 1930. Bajo una modalidad que combinaba la realización de elecciones y un conflicto armado, aquella transición tuvo una duración de más de una década: de octubre de 1979 a enero de 1992, cuando se firmaron los acuerdos que pusieron fin al conflicto armado entre el Gobierno y la otrora guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
La implementación de los “acuerdos de paz” implicó la transformación del régimen político. Para los más optimistas, se había instaurado un régimen democrático que pronto mostraría sus debilidades. Una nueva institucionalidad jurídico-política se había creado, pero quienes debían echarla a andar compartían patrones de conducta autoritarios. De esta manera, los principales rasgos característicos del nuevo régimen eran, por un lado, el reparto de cuotas de poder político mediante elecciones libres; y, por otro lado, el ejercicio autoritario de ese poder. Bajo esta caracterización, más que una democracia se había instaurado en el país un régimen político híbrido. Un régimen que opera combinando un procedimiento democrático para el acceso a los puestos de autoridad y el ejercicio autoritario de la misma.
No hay manera de establecer si el cambio de régimen se podría haber llevado a cabo sin pasar por la destrucción material y humana que implicó el conflicto armado. Pero sí se podría demostrar que el nuevo régimen no fue el resultado deseado por sus protagonistas. Fue, más bien, lo que la correlación de fuerzas permitía y era posible en medio de las condiciones económicas, sociales, políticas, jurídicas e ideológicas prevalecientes durante la transición.
El resultado de la transición iniciada en octubre de 1979 no podía preverse con exactitud. Se podía desear que dicho resultado fuese un régimen democrático, pues la transición estaba formando parte del movimiento político global conocido como “la tercera ola” democratizadora. Como lo plantearon algunos teóricos de la transición, si bien se conocía el punto de partida, el llegada era incierto: bien podía ser un régimen democrático o uno autoritario. En todo caso, los costos de la transición salvadoreña fueron muy altos. ¡Altísimos! No en balde, desde el inicio hubo esfuerzos, primero, para evitar el conflicto armado y, después, para acabar con el mismo lo antes posible.
Pues bien, entre los que quisieron evitar el conflicto armado estuvo monseñor Óscar Arnulfo Romero, quien en octubre de este año cumplirá su primer aniversario de canonización por parte de las máximas autoridades de la Iglesia católica. Cuando se produjo aquel golpe militar, monseñor Romero lo interpretó como una puerta que se abría para sacar al país de la crisis en la que estaba metido. “Demos chance”, decía monseñor, “para ver si esta nueva puerta que se abre es la que entre todos podemos seguir abriendo hacia un mundo mejor”. La proclama de la juventud militar y la integración del nuevo Gobierno aparecían como señales de una posible ruptura con el pasado.
Sin embargo, tanto fuera como dentro del nuevo Gobierno había grupos que rechazaban los intentos de ruptura que debían ser expresados en el respeto a los derechos humanos y en la implementación de reformas económicas que sacaran de la postración a la mayoría de los salvadoreños. Como esos grupos parecían tener suficiente fuerza como para echar a perder la oportunidad que suponía la nueva coyuntura generada tras el golpe, monseñor Romero insistía: “Yo creo que una puerta entreabierta está frente al porvenir de la patria, que la podemos acabar de abrir entre todos o la podemos echar a perder entre todos también”.
Entre octubre y diciembre de 1979, los protagonistas de la coyuntura decidieron el futuro del país. Las fuerzas retrógradas se impusieron y en marzo de 1980 asesinaron a monseñor Romero. Su voz, que les decía, como un beduino, “por allí no, por allá”, les causaba mucha molestia. La violencia superó los límites hasta entonces conocidos. Como las reformas económicas que se implementaron iban “teñidas con tanta sangre”, de poco sirvieron para deslegitimar la escalada insurreccional. Todo lo demás es historia. Y, precisamente por ello, porque es historia, los salvadoreños deberíamos tomarla en cuenta en esta hora.
El resultado de las elecciones presidenciales del 3 de febrero de este año abrió una coyuntura análoga a la de octubre-diciembre de 1979. A las elecciones se llegó con un rechazo generalizado hacia las prácticas autoritarias y corruptas del pasado. El triunfo electoral de Nayib Bukele abre una puerta para romper con ese pasado. Pero tanto dentro como fuera del nuevo Gobierno hay fuerzas que buscan la continuidad. El mismo Presidente puede estar tentado a comportarse de manera autoritaria y a corromperse, a ser como “los mismos de siempre”. Sin embargo, nada está decidido todavía, ni nada está determinado.
La oportunidad que abre la actual coyuntura para romper con el pasado y resolver los grandes problemas del país no debiera perderse ni dejarse ir. Esto significa, entre otras cosas, no repetir lo que ya hicieron “los mismos de siempre”: mano dura como política para superar la violencia y políticas neoliberales para hacer crecer la economía. Ambos tipos de políticas van en contra de los derechos humanos fundamentales. Tampoco hay que repetir la política “simbólica” a la que tanto recurrieron los presidentes Saca, Funes y Sánchez Cerén: decían que hacían, pero eran nada más palabras. La puerta que se ha entreabierto puede cerrarse otra vez. Como dijo monseñor Romero en la análoga coyuntura abierta por el golpe de octubre de 1979: “Queremos dejar bien claro que solo podrá este Gobierno merecer la confianza y la colaboración del pueblo cuando demuestre que las bellas promesas no son letra muerta, sino verdadera esperanza”.
* Álvaro Artiga González, docente del Departamento de Sociología y Ciencias Políticas.