Escuchar a este hombre hablando sobre lo que sabe es un lujo. No hay dónde perderse con sus conocimientos y su claridad. Uno quisiera que siguiera y siguiera, para seguir y seguir poniendo atención a lo que dice. Más cuando se trata de sus reflexiones sobre un tema crucial: los desafíos del sistema interamericano de derechos humanos, en una coyuntura peligrosa para su existencia en favor de las víctimas de nuestro continente. Víctimas que, pese a la caída de las dictaduras militares y el fin de las guerras, se continúan produciendo en grandes cantidades. Por eso, por su pensamiento en constante renovación y siempre actual, por su vasta experiencia, es un privilegio haber oído recientemente los comentarios de Pedro Nikken al respecto.
Pedro, venezolano, fue magistrado y presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En 1990, el Secretario General de las Naciones Unidas lo nombró su asesor jurídico en el marco de la intervención mediadora de ese organismo dentro del proceso de pacificación salvadoreño, iniciado oficialmente el 4 de abril de ese año en Ginebra, Suiza. Luego, tras el fin del conflicto bélico en nuestro país, el sustituto de Javier Pérez de Cuéllar en el máximo cargo de la ONU, Boutros Ghali, lo designó como experto independiente en materia de derechos humanos y, por tanto, siguió pendiente de lo que ocurría en El Salvador en momentos cruciales para su desarrollo democrático.
Dentro de su país, ha destacado en los ámbitos de lo público y lo privado, sin abandonar su distinguida actividad internacional; por ello, al día de hoy ocupa la presidencia de la Comisión Internacional de Juristas. Pedro es, en suma, un destacado conocedor de la teoría de los derechos humanos y un ferviente defensor de los mismos en la práctica. Es, además, una de las personas más autorizadas para opinar sobre el mencionado sistema y los retos que enfrenta la región latinoamericana en la materia; sobre todo cuando, abierta o veladamente, existen Gobiernos decididos a "amarrarle las manos" a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que —con todos los señalamientos que se le puedan hacer— ha sido clave en la lucha por la dignidad de las personas y de los pueblos, tanto en el centro y el sur de América como en el Caribe.
El primero de los dos retos que deben encararse tiene que ver con las "democracias fallidas" o "autoritarias". Después de la larga noche del militarismo, emergieron Gobiernos escogidos de forma aceptable según los estándares internacionales: mediante elecciones periódicas. Sin embargo, más allá de los recurrentes eventos electorales, la situación del respeto a los derechos civiles y políticos no es la deseada y prometida. Salvo excepciones, los sistemas de justicia dejan mucho que desear por su evidente fragilidad y, sobre todo, por permanecer secuestrados en manos de poderes oscuros y tenebrosos. Las prisiones y las corporaciones policiales despuntan como dos de las fallas más graves de lo que se ha dado en llamar Estado de derecho.
En este ámbito, sin duda, la irrupción de estos Gobiernos votados por la gente ha generado decepción. En tal escenario, no es raro que sus autoridades aleguen lo mismo que sus antecesores dictatoriales cuando son señalados por la Comisión Interamericana. Califican de "intromisión" sus informes y recomendaciones que, según los denunciados como violadores de derechos humanos, "atentan contra la soberanía nacional". Eso confirma que el dolor de las víctimas y su defensa no distinguen si el Gobierno en cuestión es formalmente democrático o descaradamente autoritario. También es una muestra de que el rol de quienes defienden los derechos humanos es molesto para unos y para otros en el poder; es, para quienes se incomodan con la vigilancia de sus actos, el pelo en la sopa.
El otro gran desafío propuesto por Pedro: la pobreza crítica que predomina en la región y que genera muerte lenta entre sus mayorías populares. Y es que su presencia abrumadora mina a las sociedades y pone en riesgo los tímidos avances logrados en el camino hacia su real democratización, además de que en sí misma esa pobreza crítica niega el respeto a la dignidad humana. Es, en síntesis, la principal causa de opresión contemporánea, y para enfrentarla no existe un enfoque de derechos humanos; por tanto, no se está encarando con los recursos necesarios ni con el vigor con los que se resistió y derrotó a las dictaduras militares en el pasado.
Recordando a Abraham Lincoln, Pedro Nikken plantea que la democracia no solo es el gobierno del pueblo y por el pueblo; también debe ser para el pueblo. Y eso no ocurre en buena parte de América Central y del Sur, donde no se hacen esfuerzos serios por lograr la inclusión social y la participación ciudadana. No trabajar en tal sentido deteriora la confianza de la población y puede abrir las puertas a peligrosas regresiones autoritarias. En este contexto, es inadmisible el ataque contra el sistema interamericano de derechos humanos por parte de algunos gobernantes que se sienten amenazados por él. Y es que este sistema no defiende a los Estados, sino a las víctimas de sus arbitrariedades; el hecho de que algunos mandatarios no lo entiendan es muestra de su poca vocación democrática. Por tanto, la lucha contra su debilitamiento les compete precisamente a las víctimas, a las organizaciones que las acompañan y a la comunidad jurídica comprometida con esta causa. Ese es precisamente el atinado mensaje de Pedro.