El compromiso de desarrollar una campaña electoral de altura, sin insultos ni juegos sucios, ya forma parte del rito electoral de los partidos políticos. Asimismo, es tradicional que los mismos suscribientes del acuerdo lo violen impunemente, pues la institución responsable de dirigir el proceso electoral no interviene, ya sea por debilidad, ya sea por indiferencia. Siempre hay insultos y juego sucio. Y ahora más que antes, dadas las facilidades tecnológicas disponibles. De todas maneras, el ritual frena a los más desconsiderados.
Pero eso no parece suficiente. La realidad electoral actual exige otro compromiso: no hacer promesas sin fundamento. Hay quienes se felicitan porque esta campaña se caracteriza por las promesas. Ciertamente, estas no faltan. Los candidatos presidenciales ofrecen de todo a todos los sectores sociales. A todos ellos les han prometido lo que más necesitan. Algunos incluso tienen la osadía de plasmar por escrito sus ofrecimientos. Prometer es fácil; el papel aguanta todo. Es por eso que conviene exigir a los candidatos no prometer sin fundamento. Hay promesas que ellos saben que no podrán cumplir, incluso a veces ni siquiera tienen la intención de cumplirlas. Parece, pues, muy conveniente exigir verdad ante un discurso electoral inmerso en la mentira consciente y deliberada.
Ninguna promesa posee visos de veracidad si no incluye los costos y la fuente de financiamiento. Esta omisión, obvia para los partidos políticos y sus estrategas, es de primera importancia, porque el presupuesto nacional no dispone de los recursos necesarios para financiar los programas que el futuro presidente promete. La omisión no deja de ser extraña en los candidatos empresarios. Seguramente, en sus empresas no proceden con tal desparpajo. Uno de ellos dijo soñar con una reforma fiscal, pero ahora, en una deriva claramente populista, ofreció suprimir algunos impuestos y no elevar los demás. Otro, mucho más audaz, prometió una reforma fiscal progresiva.
Contradictoriamente, la prensa de Arena le reclama al candidato de Nuevas Ideas prometer sin aclarar la fuente de financiamiento, pero no a su candidato, el que más se ha prodigado en promesas. Más allá de la prensa, los mismos sectores receptores de tales ofrecimientos no debieran recibirlos sin financiamiento. El discurso electoral no es realista y, con toda seguridad, engaña a un electorado que aguarda respuestas para sus dificultades cotidianas. El engaño ensucia la campaña electoral y, en este sentido, está incluido, de hecho, en el acuerdo ya firmado.
“Votar por el trabajo” tiene mucho de ilusorio. El Gobierno no crea empleo directamente, a no ser que invierta en infraestructura, una necesidad cada vez más apremiante, con lo cual aumentaría el gasto y también la deuda pública. Si bien el Gobierno puede contribuir a la creación de empleo con una atmósfera favorable a la inversión, esta compete a un sector privado que prefiere invertir en otros países. Además, la atmósfera favorable comprende la seguridad ciudadana, algo que ningún candidato puede garantizar.
La digitalización del Gobierno en el primer año es otra irrealidad. Aparte de requerir una abultada inversión, demanda equipo, plataformas y personal capacitado, y un cambio drástico de cultura. Demasiado para un año. Los polos de desarrollo y la ampliación de los paquetes agrícolas exigen insumos y personal no disponibles. Lo mismo la universalización del inglés, la mejora de los servicios de salud pública y la forma de remunerar a sus trabajadores. Todas las promesas son, en sí mismas, necesarias y, en ese sentido, bondadosas, pero inalcanzables por falta de recursos. Mucho más si se piensa reducir la carga impositiva.
Otra omisión importante es el tiempo que tomará desarrollar cada una de esas promesas. Casi todas ellas requieren más de los cinco años que dura el mandato presidencial. Por tanto, su eficacia depende de la continuidad temporal, algo no garantizado, aun cuando un mismo partido retenga la Presidencia. En gran medida, porque los mandatarios y sus ministros adolecen de cierto complejo mesiánico: una vez en el cargo, todos empiezan de cero, aun cuando los proyectos en desarrollo sean eficaces. Ese complejo les impide pensar y plantear políticas de Estado, las cuales, por su naturaleza, van más allá del Gobierno de turno. Cada partido y su Gobierno piensan que su solución es la única posible. El temor a perder simpatías y votos si reconocen la bondad de un proyecto patrocinado por el adversario político los lleva a boicotearlo.
El éxito político-social de un partido es percibido como pérdida de votos y de poder por los demás. Mientras tanto, las mayorías sufren las consecuencias de la falta de visión política y de sensibilidad humana de los políticos y sus partidos. Si redimensionaran sus ambiciones y el alcance de su poder, tal vez descubrirían el secreto de la eficacia. La egolatría y la tozudez los han convertido en administradores de miserias humanas.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.