En un país como el nuestro, en el que tan fácilmente nos desacreditamos mutuamente y algunos pasan de las palabras a la violencia, es necesario analizar las palabras que destruyen. Porque no son solo los epítetos y calificativos insultantes los que rompen la confianza, la concordia y el buen trato. La mentira, aunque se disfrace de buenas palabras, siempre daña, destruye e imposibilita relaciones positivas. Unos cuantos siglos antes de Cristo, el profeta Isaías, viendo cómo funcionaba la sociedad de su tiempo, se lamentaba de la actitud de la dirigencia del reino de Judá y de que hubiera líderes “que llaman al mal bien, y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas”.
Entre nosotros, existe ese modo de actuar. Baste recordar algunas leyes o proyectos legales que presentan lo injusto como si fuera el ideal y revisten de virtud lo que termina teniendo pésimas consecuencias. Poner algunos ejemplos nos puede ayudar. La amnistía tras la guerra se nos presentó como la quinta esencia de la paz. No fue así. Se llamaba bien al mal y mal al bien que reclamaba frente a la impunidad. En un primer momento, la actual Asamblea Legislativa quiso hacer lo mismo. Llamar “de reconciliación” a una ley que consagra la impunidad no solo es una contradicción de términos, sino también una muestra de desprecio a los pobres, cuya muerte injusta se quiere sepultar en el olvido.
Pero no es solo la Asamblea. En general, cualquier tipo de poder, desde el estatal al privado, tiende a rodearse de magníficas palabras, conceptos ideales y propaganda corporativa. Cuando los resultados no se corresponden con las palabras, se acaba siempre llamando bien al mal. En estos días, se exhibe en los cines de San Salvador la película El precio de la verdad. En ella se relata la lucha de un abogado y de un amplio grupo de personas contra la industria química Dupont, que envenenaba con sus desechos a todo un pueblo. La empresa hacía donaciones, financiaba escuelas y se presentaba siempre como agente de la felicidad de la gente, mientras ganaba miles de millones de dólares con productos cargados de fluorocarbonos, productores de enfermedades graves. Llamaba bien al mal al tiempo que rebozaba con dólares sus mentiras.
Nos quejamos con razón de los insultos, tan frecuentes en nuestro país, que impiden un diálogo constructivo. En las redes sociales suele emerger lo peor de cada ser humano. Los mensajes de odio, las burlas destructivas, el grito y la sinrazón están demasiado presentes en la opinión semianónima de los que se desahogan de sus rabias y complejos en las redes. Pero detrás de esas explosiones, difíciles de encontrar en la vida normal, hay frustración y desconfianza por tantos años en los que diferentes poderes han llamado bien al mal y mal al bien. Podríamos decir que el odio y la basura en las redes son el subproducto de sociedades que han disfrazado al mal poniéndole una careta bondadosa. Ya en el Quijote se hablaba de cómo el diablo se disfraza de “ángel de luz” cuando quiere confundir a las personas: “El demonio [...] cuando quiere engañar a alguno [...] se transforma en ángel de luz, siéndolo él de tinieblas, y, poniéndole delante apariencias buenas, al cabo descubre quién es y sale con su intención, si a los principios no es descubierto su engaño”. Entre nosotros, sigue habiendo instituciones disfrazadas de ángeles de luz.
El Salvador necesita diálogo, pero las élites confunden diálogo con regateo. Es aquello de ceder un poco para ganar al final. Si lo único que podemos ofrecer al mercado es mano de obra barata (y, por supuesto, capataces o intermediarios que sacan provecho de ello), no podemos decir que con la inversión extrajera avanzaremos enormemente en nuestro desarrollo económico y social. No insultemos en las redes. Pero tampoco mintamos presentando futuros imposibles mientras mantenemos las injusticias sociales que desde hace años nos afligen en el campo de la salud, de la educación y del respeto al trabajo de los más sencillos.
* José María Tojeira, director del Idhuca.