La selección de los candidatos a magistrados de la Corte Suprema de Justicia ha tenido lugar en medio de una intensa polémica y ha estado rodeada por fuertes presiones. La discusión gira alrededor de la vinculación de los aspirantes a uno u otro partido político. La completa independencia partidaria se aduce como garantía segura de integridad profesional, pero quizás esa insistencia exprese más la repugnancia que provocan los partidos políticos en un amplio sector de la población. En cualquier caso, la independencia total es humanamente imposible. La simpatía por algún partido y el rechazo de los demás es inevitable. Por tanto, esa vinculación es una cuestión de grado discutible. Al menos no ofrece las seguridades deseadas.
La verdadera razón de la polémica no es tanto la vinculación partidaria de los aspirantes, sino la animosidad, incluso el aborrecimiento, que los partidos provocan en sectores de la población cada vez más amplios. El desengaño por la insensibilidad ante las necesidades de la gente, por la indiferencia ante la corrupción y por la ambición ha conducido al rechazo abierto. Aun así, algunos aspirantes a magistrados señalados por su vinculación partidaria no desisten de su candidatura. La ambición es más poderosa que la censura social.
La independencia de los partidos políticos no es suficiente para garantizar la recta administración de justicia. Además del vínculo partidario, es necesario examinar cuidadosamente la relación de los aspirantes con el gran capital, las corporaciones, los poderes fácticos (como el narcotráfico), incluso con las confesiones religiosas, dado que el Estado es constitucionalmente laico. Si el clérigo católico está inhabilitado para ocupar cargos de elección popular, también lo está, en sentido estricto, el pastor.
Los aspirantes a magistrado deben hacer del conocimiento público sus vínculos profesionales con empresas e instituciones. Dicho de otra manera, en la administración de justicia deben primar la ley y la Constitución. No solo los intereses partidarios vician las sentencias, también lo hacen, y con demasiada frecuencia, el dinero del capitalista o de la corporación, la influencia del poderoso o del militar, el chantaje del crimen organizado y las creencias religiosas. Se impone, por tanto, examinar acuciosamente la trayectoria judicial y profesional de los aspirantes. La hoja de vida no es suficiente. Carecer de trayectoria debiera inhabilitar, porque ningún inexperto debiera ser magistrado.
Otro criterio electoral indispensable es la competencia jurisprudencial de los aspirantes. En el desempeño público no solo cuentan la independencia partidaria y la integridad, también el conocimiento. Es inadmisible elegir magistrado de la Sala de lo Constitucional a un candidato sin más derecho constitucional que el que pudo aprehender en el aula universitaria y en una que otra conferencia o curso. El mismo criterio vale para las otras salas. El conocimiento constitucional, penal, civil o administrativo del aspirante se observa en sus actuaciones judiciales. Por no prestar atención a la comprensión del derecho, se elige magistrados ignorantes, cuyas sentencias, por defecto, no sirven a la justicia y, en consecuencia, son fuente de otra injusticia.
Muchas sentencias atropellan de tal manera el español que su contenido es muy difícilmente comprensible. Si la expresión verbal y escrita está relacionada con la claridad de juicio, esas sentencias dicen mucho de la lucidez mental de sus autores. La sentencia, en cuanto comunica un mensaje importante, debe ser clara y directa. Pero al parecer, la tradición jurídica nacional está convencida de que entre más retorcido el lenguaje, más majestuosa la justicia. Muchas veces es una simple artimaña para disfrazar la ignorancia. Así, pues, no solo es necesaria la independencia de juicio, sino también el conocimiento jurisprudencial especializado.
La elección de magistrado que se rija por estos criterios fortalecerá la institucionalidad del país y redundará en bien de la generalidad, incluso de los partidos políticos, aun cuando pierdan capacidad para interferir en las decisiones judiciales. La institucionalidad garantiza los derechos del colectivo y entorpece el abuso de poder. Lamentablemente, las instancias que intervienen en el proceso de elección de los magistrados no están preparadas para atajar a aspirantes con intereses ilegítimos ni a los ignorantes. Carecen de recursos institucionales y personales, pero también temen la novedad y se sienten más cómodas en el camino trillado, y fracasado.
El cambio de perspectiva es demasiado drástico y prometedor como para que esas instancias lo adopten y contribuyan así a consolidar la institucionalidad. Tal vez el desafío sea mayor para la llamada nueva Arena y su mayoría legislativa. Aquí tienen otra oportunidad para romper los “paradigmas tradicionales” y poner a prueba cuán nueva es su visión del país.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero