En pocos días hemos visto acentuarse la epidemia de muertes en accidentes de tránsito. El domingo pasado murió una persona víctima de un conductor borracho. Un día antes, tres personas fallecieron en el bulevar Monseñor Romero. Y el viernes, otro accidente de tráfico en la carretera de La Libertad causó cuatro muertes y dejó a 14 personas lesionadas. En los primeros quince días de enero de este año, murieron en accidentes de tránsito al menos 43 personas. Si en 2018 el número de muertes en tráfico creció un 5% respecto a 2017, este año tenemos una tendencia semejante. La tasa de muertes en tránsito de 2018 fue de veintiuna personas por cada cien mil habitantes. Más de diez muertes de una misma enfermedad por cada cien mil habitantes constituye una epidemia, según la Organización Mundial de la Salud. En El Salvador, pues, tenemos una verdadera epidemia, y grave, de muertes en el tráfico.
Si además de los muertos contáramos los heridos, obtendríamos un panorama de lo caro que le resulta a El Salvador tener tan pésima organización del tráfico. Caro en pérdida de vidas productivas, pues la mayoría de los muertos están en esa edad. Caro en pérdida de días laborales de los heridos, así como un ingente gasto en medicinas. En general, no se advierte que haya una política que trate de frenar los accidentes y solucionar esta crisis que sufrimos. No es la única, pero viendo el número de muertos y heridos que produce, podemos catalogarla entre las tres o cuatro mayores crisis del país. Eso si pensamos en concordancia con nuestra Constitución, que insiste en que el Estado está al servicio de la vida humana.
La respuesta más común del Estado a esta situación son los retenes policiales para detectar borrachos al volante. Y de vez en cuando, medidores de velocidad para multar los excesos. Los túmulos son el otro recurso para frenar vehículos, especialmente en zonas o carreteras urbanizadas. Pero el número de muertos y heridos nos dice con claridad que esas medidas son insuficientes e ineficientes. Buscar e implantar nuevas medidas es indispensable no solo para salvar vidas, sino para crear una cultura de respeto a la vida y a la seguridad. Una alta proporción de accidentes se debe a irresponsabilidades personales, pero también a la despreocupación estatal por este tipo de muertes.
Hay que involucrar a las municipalidades en el ordenamiento urbano del tráfico. Cuando algunas alcaldías han puesto a personal entrenado a dirigir el tráfico en zonas de congestionamiento, los resultados han sido en conjunto positivos. Dedicar más agentes, especialmente en carretera, a supervisar el tráfico y exigir el cumplimiento de normas básicas también es indispensable. Dedicar pensamiento, personas, organización y tecnología al tráfico es una exigencia vinculada a la protección de la vida y de los derechos de las personas. Y también unida al desarrollo y a la capacidad de responder racionalmente a los problemas. Hasta ahora, da la impresión de que el tema no es prioritario para el Estado.
La normativa no se cumple, la protección del peatón es casi nula, la revisión de los vehículos en mal estado es deficiente. No se detiene a vehículos por problemas en las luces ni se multa a quienes en zonas urbanas conducen con luces altas cegando a medio mundo. No se detiene a autobuses con expulsión excesiva de gases contaminantes. El transporte público de calidad es escaso, el ordenamiento urbano no tiene en cuenta el tráfico en sus planificaciones, y lo poco que se hace, como los carriles de descargo para entrar en zonas de alto movimiento vehicular, termina convirtiéndose en puntos de taxis. El abandono es generalizado y ello contribuye al descuido y la irresponsabilidad. Cambiar la situación, pensar en el tráfico como un problema grave en el país, es necesario para el desarrollo y el respeto a los derechos humanos.
* José María Tojeira, director del Idhuca.