Quienes reflexionan seriamente sobre la fe cristiana nunca olvidan las responsabilidades que ella implica. Un teólogo católico del siglo pasado decía que toda afirmación sobre Dios tiene siempre un significado humano. Y otro, esta vez evangélico, aseguraba que las iglesias que olvidan a sus mártires políticos acaban siempre por caer en la irrelevancia y la falta de sentido. En el caso de monseñor Romero, ya aceptado formalmente como santo de la Iglesia católica, podemos decir que hablar de él sin reseñar su dimensión humana y política sería no solo traicionar su santidad, sino tratar de convertirlo en un santo irrelevante socialmente. En el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, editado por el Vaticano, se dice que si bien la salvación que trae Jesucristo se realiza plenamente en la vida nueva de los justos después de la muerte, también nos compromete en nuestra historia cotidiana “en los ámbitos de la economía y el trabajo, de la técnica y de la comunicación, de la sociedad y de la política, de la comunidad internacional y de las relaciones entre las culturas y los pueblos”. El Evangelio lleva siempre al respeto de la dignidad humana, a la comunión con las personas y a descubrir “las exigencias de la justicia y de la paz”.
Muchos, desde los laicos más sencillos —y con frecuencia más coherentes— hasta los clérigos y obispos, le hemos llamado profeta de justicia a monseñor Romero. Esa misma idea, aunque con distintas palabras, fue repetida por las Naciones Unidas cuando decidió designar el 24 de marzo, mencionando explícitamente a nuestro obispo mártir, como el día del derecho de las víctimas a la verdad. La misma Iglesia latinoamericana insistió en la opción preferencial por los pobres, de la que monseñor Romero es insigne ejemplo. Y ahora, con su declaración de santidad, queda clara, sin lugar a dudas, la importancia, al menos eclesialmente, de esta dimensión sociopolítica de una fe cristiana que exige estar al lado de las víctimas de la historia e incidir en esta para cambiar toda dinámica que lleve a mantener a la gente en la pobreza, la explotación o la injusticia.
Frente a cualquier posición que quiera matizar la dimensión política de Mons. Romero y sustituirla por frases bonitas y suaves, la responsabilidad cristiana exige lo contrario. En un país como el nuestro, donde la injusticia social, la violencia y la desigualdad tienen efectos profundamente destructores de la dignidad humana, la figura de Romero y de su santidad debe elevarse como una barrera frente a la injusticia y como un estímulo al trabajo y la solidaridad con las causas de los pobres. El acceso al agua y al saneamiento, el salario decente, la defensa de la vida, del pobre y de la justicia, tanto social como jurídica, son hoy caminos de esta responsabilidad cristiana que necesita salvar en el mundo para poder acceder a la salvación más allá de esta vida. Romero hoy sigue diciendo no a la violencia, continúa exigiéndole al Estado justicia para los pobres y advirtiéndoles a los ricos que si no venden los anillos de oro de sus dedos para compartir sus riquezas con los pobres, puede llegar el día en que les arrebaten las joyas.
No puede haber santidad si al mismo tiempo no se busca construir un mundo fraterno y solidario. Los modos de construir ese mundo nuevo, sin injusticias ni abuso o explotación, pueden ser muy diversos. Pero necesitamos profetas que nos digan que ese proceso de construcción de paz con justicia no puede ser realizado a cuentagotas. El autoritarismo del poder o la riqueza insolidaria no llevan nunca a la construcción de la polis. Cuando un hermano sufre hambre o pasa necesidades graves en la vecindad, el lujo es un insulto a la fraternidad y un camino hacia la condenación tanto en la otra vida como en esta. La profecía de Romero, de Rutilio, de las monjas norteamericanas y de tantos otros y otras que dieron su vida sirviendo y amando a los pobres son un ejemplo para todos y una exigencia cristiana de buscar siempre una santidad que quiera construir una ciudad (polis) solidaria. En otras palabras, una exigencia de buscar una santidad con dimensión política.